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(...)entre todas las razas del mundo, nuestra sed, o mejor dicho, nuestra avidez, de tesoros, de oro, de especias y de dominio, ¡oh, si!, sobre todo del dulce dominio, ¡es la más aguda, la más insaciable, la más carente de todo escrúpulo! Es esta avidez la que alimenta nuestro progreso, no sé si con fines diabólicos o divinos. Ni usted tampoco lo sabe, señor. Ni yo tengo el menor interés en saberlo. Simplemente, me alegro de que el Creador me arrojase del lado de los vencedores.
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