Egresados Quotes

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El 18 de noviembre de 1997 Luis Montiel no fue al colegio. A las cuatro de la tarde fue al galpón de su casa, se ató un alambre al cuello y se ahorcó. Lo encontró su abuelo. Lo descolgó Teresa, su tía enfermera. Al día siguiente, las puertas del ómnibus en el que sus compañeros regresaban de viaje de egresados se abrieron, y dos docenas de adolescentes eufóricos vieron lo imposible: Luis los estaba esperando. El velorio se hacía en el colegio.
Leila Guerriero (Los suicidas del fin del mundo: Crónica de un pueblo patagónico)
Era egresado de West Point, una academia militar que transformaba a los jóvenes en maniáticos homicidas para mandarlos a la guerra.
Kurt Vonnegut Jr. (Desayuno de campeones (Spanish Edition))
Según me contó Gabriel Sánchez Zinny, entonces director del INET, organismo que regula unas 4 500 técnicas en Argentina, la encuesta mostró que la prioridad de las empresas era encontrar jóvenes que supieran trabajar en equipo. Noventa y dos por ciento de las empresas dijeron que querían egresados de bachillerato que tuvieran esa habilidad, seguida de otras como la ética del trabajo y la flexibilidad. “Los empresarios nos dijeron: ‘No me interesa que nos mandes un joven egresado con muchos conocimientos de mecatrónica o agrotecnia, pues con los planes de estudios atrasados a veces les enseñan cosas de hace 25 años, y por la burocracia son difíciles de mantener actualizados y nunca van a poder estar al día con las tecnologías del momento. Dame gente con habilidades blandas, que yo después los actualizo’.
Andrés Oppenheimer (¡Sálvese quien pueda!: El futuro del trabajo en la era de la automatización (Spanish Edition))
Los recientes resultados de un test de egresados de pedagogía, INICIA 2009, demostraron que responden mal dos de cada tres preguntas de los temas de matemáticas que, se supone, deben enseñar
Mario Waissbluth (Se acabó el recreo: La desigualdad en la educación)
Un abogado puede aspirar, en promedio, a ganar al quinto año de egresado, un 97 por ciento más que al inicio de su carrera. En cambio, un profesor de educación básica... un 6 por ciento y una educadora de párvulos, un 11 por ciento; dos carreras críticas para la formación de los niños
Mario Waissbluth (Se acabó el recreo: La desigualdad en la educación)
Y pareciera que todos andamos esperando la primera lluvia para relajarnos, para decirle adiós al eterno verano y por fin asumir el año que recién comienza en marzo, cuando el país retoma su agenda de burócrata planificado, cuando de un dos por tres se pasa del febrero ocioso a las carreras por las tiendas buscando el uniforme escolar, porque los niños ahora crecen de pronto. Uno no se da ni cuenta y los pitufos te miran desde arriba, alegando por la ingeniosa ley que acorta las vacaciones y los mete de sopetón en el odiado primer día de clases. Ese latero reencuentro con la institución educadora, con esos profesores almidonados que les dan la bienvenida con la sonrisa chueca. Los profes que ahora son jóvenes, recién egresados de las universidades, que fuman pitos e igual odian dejar el carrete, los jeans y las zapatillas para entrar en su doble vida de impecables reformadores. Y quizás, ese es el único punto en que alumnos y profesores se encuentran realmente, planchando la ropa, ordenando papeles y cuadernos para comparecer en el bostezo ritual de la primera mañana escolar. Allí, alineados en el patio, separados por curso y género (porque se fomenta la fornicación adolescente, dicen los educadores). A esa hora de la mañana, tener que escuchar los interminables discursos de la directora, que con los ojos blancos, cacarea su oración por la santa patria, por el puro Chile que te educa para ser chileno (qué novedad), por las buenas costumbres, que por lo general son para los estudiantes chupamedias, que escuchan en primera fila con cara de santurrones el discurso de la señora. Mientras atrás, a puro pellizcón, los inspectores mantienen a raya a los desordenados, a los pailones de la última fila, los que no se cansan de joder con sus bromas y chistes picantes. Los que se tiran peos e inundan el ordenado aire de la mañana escolar con ese olor rebelde. Tal vez son los únicos que escuchan el discurso de la directora, los únicos que le ponen atención para imitarla, para remedarle su curso y mentirosa acogida. Y la escuchan porque la odian, porque saben que ella no los pasa, detesta su música, su ropa y sus peinados y su desfachatez de pararse en el mundo así. Y llega cada año con nuevos reglamentos e ideas y talleres lateros para que sus niños ocupen mejor el tiempo. Los estudiantes de la última fila saben que la directora nunca los pierde de vista. Y por cualquiera anotación pasarán por su oficina cabizbajos, escuchando el mismo sermoneo, la misma citación de apoderados, el mismo: «Hasta cuándo González. Hasta cuándo, Loyola. Hasta cuándo, Santibáñez. ¿Nunca se va a aburrir de hacer tanto desorden?». Y la verdad, los alumnos de la última fila seguirán con sus manotazos y pifias mientras la sagrada educación nacional no los represente. Mientras les alarguen la tortura de las clases hasta las cuatro de la tarde, ellos seguirán riéndose del tiempo extra que gasta el estado para domarlos. Si nadie les pregunto, si nadie les dijo a ellos, que son los únicos afectados. Y por eso los chicos andan a patadas con los bancos, escupiendo con rabia a espaldas del inspector que los manda a cortarse el pelo. Ese largo pelo que durante las vacaciones se lo lavaron y cuidaron como seda. Esa hermosa cascada de cabello que los péndex se sueltan femeninos cuando van a la disco. Tal vez lo único ganado de todas las revoluciones y muchas juveniles. Esa larga bandera de pelo que los chicos desatan clandestinamente y la educación se las arrebata de un zarpazo.
Pedro Lemebel (Zanjón de la Aguada)
por más esfuerzo que hiciera no podía perdonarles que siguieran recordando la guerra como un viaje de egresados prolongado y más emocionante,
Carlos Gamerro (Las islas)