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Guiados por el tente y por los resplandores de la piedra preciosa, abandonaron la casa grande después de cruza al trote por una desolada habitación matrimonial que era un desierto. En el centro, en un oasis, una cama blanca cubierta con velos temblorosos, se deshizo en polvo cuando Amadeo acarició un encaje tan tibio como la piel humana.
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