“
Si quedaba alguna esperanza, debía estar en los proles, porque solo en esas masas despreciadas, que constituían el ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía, podía generarse la fuerza necesaria para destruir al Partido. Este no podía derrocarse desde dentro. Sus enemigos, si es que los había, no tenían forma de unirse o siquiera de reconocerse mutuamente. Incluso en caso de que existiera la legendaria Hermandad —lo cual no era del todo imposible— resultaba inconcebible que sus miembros pudieran reunirse en grupos de más de dos o tres. La rebelión se limitaba a un cruce de miradas, una inflexión de la voz o, como mucho, una palabra susurrada ocasionalmente. En cambio los proles, si pudieran ser conscientes de su fuerza, no tendrían necesidad de conspirar. Bastaría con que se encabritaran como un caballo que se sacude las moscas. Si quisieran, podrían volar el Partido en pedazos a la mañana siguiente. Tarde o temprano tenía que ocurrírseles. Y sin embargo…
”
”