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Holanda es un sueño, caballero, un sueño de oro y de humo, más humeante durante el día, y más dorado de noche; y noche y día su sueño está poblado por figuras de Lohengrin como éstos que se deslizan ensoñadoramente en sus negras bicicletas de altos manubrios, cisnes fúnebres que giran sin cesar por todo el país, por todos los mares, a lo largo de los canales. Sueñan con la cabeza en las nubes cobrizas, giran en círculo, rezan, sonámbulos, en el incienso dorado de la bruma, y ya no están aquí. Se han ido miles de kilómetros más allá, hacia Java, la isla lejana. Rezan a esas deidades gesticulantes de Indonesia que adornan todos sus escaparates, y que rondan en este momento por encima de nosotros, antes de agarrarse, como simios suntuosos, a los letreros y a los tejados en forma de escalera para recordar a estos colonos nostálgicos que Holanda no es solamente la Europa de los comerciantes, sino también el mar, el mar que lleva a Cipango y a esas islas donde los hombres mueren locos y felices.
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