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Esos libros que ve ahí son los últimos ejemplares, objetos históricos que se guardaban en las cajas fuertes de los museos.
Smith se inclinó para leer los títulos cubiertos de polvo.
–Cuentos de misterio e imaginación, de Edgar Allan Poe; Drácula, de Bram Stoker; Frankenstein, de Mary Shelley; Otra vuelta de tuerca, de Henry James; La leyenda del Valle Dormido, de Washington Irving; La hija de Rappaccini, de Nathaniel Hawthorne; Un incidente en el puente de Owl Creek, de Ambrose Bierce; Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll; Los sauces, de Algernon Blackwood; El mago de Oz, de L. Frank Baum; La sombra sobre Innsmouth, de H. P. Lovecraft. ¡Y más! Libros de Walter de la Mare, Wakefield, Harvey, Wells, Asquith Huxley… todos autores prohibidos. Todos quemados el mismo año en que las fiestas de la víspera de Todos los Santos quedaron al margen de la ley, en el que prohibieron la Navidad. Pero, señor, ¿para qué nos sirven estos libros?
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