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Después del latín, me parece que no hay lengua tan apropiada para la oración y para hablar de Dios como el español, pues es una lengua a la vez fuerte y ágil, tiene su precisión, tiene en sí la cualidad del acero, que le da la exactitud que necesita el verdadero misticismo y, empero, es suave, también, gentil y flexible, lo que requiere la devoción, es cortés, suplicante y galante; se presta, de modo sorprendente, muy poco a la sentimentalidad. Tiene algo de la intelectualidad del francés, pero no la frialdad que la intelectualidad toma en el francés; nunca desborda en las melodías femeninas del italiano. El español no es nunca un idioma débil, nunca flojo, aun en los labios de una mujer.
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