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Sosiego Canales, más que sesentón, hijo de un señor de la Solana, que se instaló en Tomelloso el siglo pasado, vivía sólo, con un ama sordísima. Los tres años de guerra se los pasó encerrado en un camarón, criando gusanos de seda y masturbándose cuatro o cinco veces al día, sentado sobre un caballito de fotógrafo. Por tan largo encierro y repetida manipulación en la varija, el día que triunfaron los nacionales amaneció en la calle completamente cabra. Pero fue la suya, desde entonces, una locura polifacética y llena de sorpresas. Entre sus manías famosas, aparte del autotocamiento de los inguinales, que jamás cesó, aunque sí aminoró con los años, como suele ser corriente, se contaban: su furiosa manía —duró largo tiempo— de inspeccionar los faroles de las bicicletas que veía paradas en la calle. La de vocear en las lumbreras llamando a una tal Micaela, que nadie conocía. La de soltar —que ésa le duraba— chorros de palabras sandias, como los rompedores del lenguaje que ahora se estilan, que nadie comprendía. La de ir a las casas de fulanas y ocuparse con alguna, la que fuera, sin otro propósito que colocarle un papel de tornasol en el peludo. La de medir la torre parroquial con una cuerda desde lo alto del campanario. La de contar los López que tenían nicho en el cementerio viejo (al nuevo nunca entraba)… Y la que fue muy criticada, de ir a todos los bautizos y remedar al cura cuando recitaba los textos de cristianar… Y todos los años, después del concilio, cuando iba a pedirle al párroco una misa por el alma de su madre, decía a voces que él la quería «en latín y con el cura de culo».
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