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el 16 de junio de 1712; volvĂa justamente de un gran baile en Arlington House; el alba estaba en el cielo y Orlando se estaba sacando las medias. «Ojalá no vuelva a encontrar un ser humano en toda mi vida», gritĂł, rompiendo en llanto. TenĂa amantes de sobra; pero la vida, que al fin y al cabo no carece de toda importancia, se le escapaba. «¿Y es esto», preguntĂł –pero no habĂa quien le contestara–, «es esto», prosiguiĂł sin embargo, «lo que llama vida la gente?». El faldero le tendiĂł la patita, para indicar su simpatĂa. El faldero la lamiĂł con la lengua. Orlando acariciĂł al faldero con la mano. Orlando besĂł al faldero con los labios. En una palabra, habĂa entre los dos la simpatĂa más sincera que puede haber entre un perro y su ama, pero es indiscutible que la mudez de las bestias es un estorbo para los refinamientos del diálogo. Mueven la cola; inclinan la parte delantera del cuerpo y elevan la trasera; ruedan, brincan, rascan, gimen, ladran, babean, inventan toda clase de ceremonias y de artificios, pero todo es inĂştil, porque lo que es hablar, no pueden. Acostando al perro en el suelo, Orlando meditĂł que Ă©se era precisamente el defecto del gran mundo en Arlington House. Ellos tambiĂ©n mueven la cola, saludan, ruedan, babean y rascan, pero lo que es hablar no pueden: «Todos estos meses que he andado en sociedad», dijo Orlando, tirando una media por el suelo, «no he escuchado una sola cosa que Pippin no hubiera podido decir. Tengo frĂo. Tengo hambre. Me siento feliz. He cazado una laucha. He enterrado un hueso. Dame un beso en el hocico». Y eso no bastaba.
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