Yema Quotes

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Me incliné sobre ella y recorrí la piel de su vientre con la yema del dedo. Bea dejó caer los párpados, los ojos y me sonrió, segura y fuerte. -Hazme lo que quieras... -susurró. Tenía diecisiete años y la vida en los labios.
Carlos Ruiz Zafón (The Shadow of the Wind (The Cemetery of Forgotten Books, #1))
Nadie desea ser un cascarón vacío y frágil, todos queremos ser el huevo, y a ser posible, con yema; es evidente que es la mejor parte. Luego existen una serie de fenómenos puntuales que llegan al mundo con dos o tres yemas, pero aspirar a eso sería casi un alarde de egocentrismo.
Alice Kellen (El día que dejó de nevar en Alaska)
Recorrí pasillos y galerías en espiral pobladas por cientos, miles de tomos que parecían saber más acerca de mí que yo de ellos. Al poco, me asaltó la idea de que tras la cubierta de cada uno de aquellos libros se abría un universo infinito por explorar y de que, más allá de aquellos muros, el mundo dejaba pasar la vida en tardes de fútbol y seriales de radio, satisfecho con ver hasta allí donde alcanza su ombligo y poco más. Quizá fue aquel pensamiento, quizá el azar o su pariente de gala, el destino, pero en aquel mismo instante supe que ya había elegido el libro que iba a adoptar. O quizá debiera decir el libro que me iba a adoptar a mí. Se asomaba tímidamente en el extremo de una estantería, encuadernado en piel de color vino y susurrando su título en letras doradas que ardían a la luz que destilaba la cúpula desde lo alto. Me acerqué hasta él y acaricié las palabras con la yema de los dedos, leyendo en silencio. La Sombra del Viento JULIÁN CARAX.
Carlos Ruiz Zafón (The Shadow of the Wind (The Cemetery of Forgotten Books, #1))
La vida es una puta. A ratos te hace pasarlo bien, te hace tocar el cielo con la yema de los dedos, pero siempre, sin excepción, termina haciéndote pagar.
Mónica Carrillo (La luz de Candela)
Era ella como un bosque, como la oscura red de las ramas del roble, con un susurro inaudible de miles de yemas brotando. Y mientras tanto los pájaros del deseo dormían en la vasta maraña del laberinto de su cuerpo.
D.H. Lawrence
Tiempo atrás había pensado que Wendy vivía en un huevo. Blanco, cerrado, opaco. Una cárcel llena de vida. Un huevo desde dentro parece la prisión más inquebrantable del mundo, pero desde fuera… desde fuera es frágil, un simple golpe y se rompe. Le parecía curiosa la diferencia que residía en la perspectiva desde la cual se mirase el huevo. Y un día cualquiera, sin ninguna importancia para el resto del mundo, Peter rompió el huevo, lo abrió y en él no había yema alguna, había estrellas. Esas estrellas que se pueden mirar, tocar y hasta oler. Wendy era, a fin de cuentas, una estrella que vivió dentro de un huevo.
Wendy Davies
La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a qué sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa.
Manuel Rivas (Butterfly's Tongue)
-No voy a dejar que hagas esto –dije. -No me vas a detener.-Su voz era baja, ahora. Indescriptiblemente sexy. Mis ojos revolotearon cerrándose. –Como el infierno que no lo haré –le susurre-.Podría matarte. - Entonces moriría feliz. - No es gracioso. - No estoy bromeando. Abrí los ojos y me centre en los suyos. –Sería más feliz sin ti –le mentí tan convincentemente como pude. -Es una lastima. –La boca de Noah se curvó en la media sonrisa que yo amaba y odiaba tanto, a pocos centímetros de mi ombligo. Mi cabeza estaba nublada. –Se supone que debes decir. “Todo lo que quiero es tu felicidad. Voy a hacer lo que sea, incluso si eso significa estar sin ti.” - Lo siento –dijo Noah-. No soy tan buena persona. –Sus manos subieron por el costado de los vaqueros, a mi cintura. Las yemas de sus dedos razonaron la piel justo debajo de la tela de mi camisa. Traté de calmar mi pulso y fallé. - Me quieres –dijo Noah simplemente, en definitiva-. No me mientas. Lo puedo escuchar. - Irrelevante –suspiré.
Michelle Hodkin (The Unbecoming of Mara Dyer (Mara Dyer, #1))
Vive libre o muere. Cuatro palabras, quince letras. Crestas, bultos, volutas bajo las yemas de mis dedos. Otro dicho. Nos aferramos a él, y nuestra fe lo vuelve realidad.
Lauren Oliver (Pandemonium (Delirium, #2))
Temblando, acerco las yemas de los dedos al cristal y toco el rastro de sus labios en la ventana. Su último beso.
Rachael Lippincott (Five Feet Apart)
Te pinto suave. —Colocó la punta sobre mi pectoral y trazó una línea recta. Y, desde entonces, supe que el verbo pintar era mi favorito, para nosotros significaba amar—. Te pinto fuerte. —Lo hizo con más potencia—. Te pinto con todos los colores. —Abrió los botes y metió los dedos para recorrer mi torso con las yemas—. Te pinto con todo mi ser. —Se quitó la sudadera y la camiseta y se embadurnó de pintura antes de impactar contra mí—. Te pinto porque soy tuya. —Deslizó sus dedos desde el tatuaje con los pájaros que volaban hasta mi corazón, anclándolos a él—. Y te pintaré siempre. Siempre, ¿me has entendido? Porque tú eres mi color favorito.
Alexandra Roma (El club de los eternos 27)
Hay más contradicciones. Ahora que tenemos un conocimiento exponencialmente mayor del mundo que nos rodea, con tanta información en la yema de los dedos y apenas a un gesto o un clic de distancia, lo que sabemos sobre los océanos es escandalosamente poco.
Ian Urbina (Oceanos sin ley: Viajes através de la última frontera salvaje)
Se sentía tan bien, tan próximo al acompañamiento perfecto, que no pensó en otro refugio la tarde en que Amaranta Úrsula le desmigajó las ilusiones. Fue dispuesto a desahogarse con palabras, a que alguien le zafara los nudos que le oprimían el pecho, pero sólo consiguió soltarse en un llanto fluido y cálido y reparador, en el regazo de Pilar Ternera. Ella lo dejó terminar, rascándole la cabeza con la yema de los dedos, y sin que él le hubiera revelado que estaba llorando de amor ella reconoció de inmediato el llanto más antiguo de la historia del hombre.
Gabriel García Márquez
¿Pues qué os pudiera contar, señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Ver que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por el contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí y juntos no. Por no cansarnos de tales frialdades, que sólo refiero para daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa, pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito.
Juana Inés de la Cruz (Carta atenagórica y Respuesta a sor Filotea)
«El tiempo aquí es gelatinoso. Lo tratas de asir y se deshace entre las manos. Queda en tus palmas un hueco, aire. Nada cambia. Flotan el tedio y la muerte. ¿Estamos muertos? Un día descubres un delgado hilo que proviene del exterior. Lo observas con detenimiento. Puede ser una trampa. Te acercas. Es un hilo de oro, de platino, de una aleación extraña. Lo palpas con la yema de los dedos. Lo haces con prisa, pronto será jalado hacia fuera. Regresará a su destino, la limpia tierra de la libertad. Te aferras a él como la soga que te rescatará de este hálito oleaginoso. Aunque lo apretujas, el hilo se escurre de tus manos. Te corta, te sangra. Se pierde por el portón de entrada. Miras tus heridas. Refulge en ellas el oro, el platino, la valiosa aleación extraña. Te sientas a esperar su vuelta. El hilo no vuelve y, aun a la distancia, sigue cortando».
Guillermo Arriaga (Salvar el fuego)
Todavía no eran la muerte: pero llevaban ya la muerte en las yemas de los dedos: marchaban con la muerte pegada a las piernas: la muerte les golpeaba una nalga a cada trance: les pesaba la muerte sobre la clavícula izquierda; una muerte de metal y madera que habían limpiado con dedicación
Álvaro Cepeda Samudio (La Casa Grande (Texas Pan American Series))
Recorro despacio esta habitación tan querida, tocando con la yema de los dedos la superficie de sus muebles viejos conocidos como testigos del sueño y el descanso de miedo infancia. Abro un poquito la ventana y dejo que una ligera brisa meza las cortinas. Espero tranquila ese aire que huele a ver, a leña, a hierba recién cortada. Justo así huele Serralles a finales de agosto.
Mónica Gutiérrez Artero (Todos los veranos del mundo)
Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resisitó más y fue a su dormitorio. Lo encontró en calzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que había colgadio de de los horcones con cables de amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso de retroceder. «Pedone», se excuso. «No sabía que estaba aquí.» pero apago la voz para no despertar a nadie. «Ven acá», dijo él. Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo que se le fromaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: «Ay, hermanita; ay, hermanita» Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojo de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante la explosión de su sangre.
Gabriel García Márquez (One Hundred Years of Solitude)
CÁNTICO DE INICIACIÓN DE LA LOGIA DE LOS BUSCADORES Trae, por favor, cosas extrañas. Vuelve, por favor, con cosas nuevas. Deja que lleguen a tus manos cosas muy antiguas. Deja que llegue a tus ojos lo que no conoces. Deja que la arena del desierto endurezca tus pies. Deja que el arco de tu pie sea las montañas. Deja que los surcos de las yemas de tus dedos sean los mapas y que los caminos que recorres sean las líneas de la palma de tus manos. Deja que entre nieve profunda al inspirar y que tu aliento sea el fulgor del hielo. Que tu boca contenga las formas de extrañas palabras. Que tu olfato huela comidas que nunca has probado. Que el manantial de un río extraño sea tu ombligo. Que tu alma esté cómoda donde no hay casas. Camina con cuidado, bienamado, camina alerta, bienamado, camina con valentía, bienamado. Vuelve con nosotros, vuelve a nosotros, sigue el eterno regreso a casa.
Ursula K. Le Guin (Always Coming Home)
Mi aliento empaña el cristal de la ventana, y dibujo con la mano un gran corazón. Nos miramos en el reflejo del cristal, y noto que su gravedad tira de mí a través del espacio abierto. Tira de cada parte de mi cuerpo, de mi pecho y de mis brazos y de las yemas de mis dedos. Lo que más deseo en el mundo es besarlo. Pero en vez de hacerlo, me inclino y beso su reflejo en el cristal. Él levanta lentamente la mano y se toca los labios, como si lo hubiera notado.
Rachael Lippincott (Five Feet Apart)
¿Donde residen los recuerdos de las personas? ¿En los patrones de conexiones sinápticas del cerebro? ¿Tienen también los globos oculares o las yemas de los dedos capacidad para recordar? ¿O quizás existe en algún lugar una especie de masa espiritual, incorpórea e invisible como la bruma, que los hospeda? Algo así como a lo que la gente llama corazón, espíritu o alma. Como una tarjeta de memoria metida en el sistema operativo. ¿Y qué pasaría si la quitáramos?
Makoto Shinkai (your name.)
La necesidad de una mujer que cure la soledad del asesinato —dijo el emperador, rememorando—. Que borre la culpabilidad de la victoria o la vanagloria de la derrota, aquiete el temblor de los huesos, enjugue las lágrimas calientes del alivio y la vergüenza. Que nos abrace mientras sentimos la marea menguante de nuestro odio y esa forma de bochorno aún mayor a la que da paso. Que nos rocíe con lavanda para ocultar el olor de la sangre en las yemas de los dedos y el hedor de la matanza en la barba. La necesidad de una mujer que nos diga que somos suyos y que aleje la muerte de nuestros pensamientos. Que sofoque nuestra curiosidad sobre cómo será hallarse ante el Trono del Juicio, que elimine nuestra envidia de quienes han ido antes que nosotros a ver al Todopoderoso tal como es, y aplaque las dudas que se retuercen en nuestro estómago, sobre la existencia de la vida después de la muerte e incluso del propio Dios, porque los caídos están absolutamente muertos, y ya no parece existir ningún cometido superior
Salman Rushdie (The Enchantress of Florence)
Querida Emmi: En la palma de mi mano izquierda, más o menos en el centro, donde la línea de la vida, surcada por gruesas arrugas, dobla hacia la arteria, allí hay un punto. Lo examino, pero no puedo verlo. Lo miro fijamente, pero no se deja sujetar. Sólo puedo tocarlo. También lo noto con los ojos cerrados. Un punto. La sensación es tan intensa que me da vértigo. Si me concentro en él, su efecto se expande hasta los dedos de los pies. Me produce hormigueo, me hace cosquillas, me da calor, me excita. Estimula mi circulación, dirige mi pulso, determina el ritmo de los latidos de mi corazón. Y en la cabeza surte su efecto embriagador como una droga, amplía mi conciencia, extiende mi horizonte. Un punto. Tengo ganas de reír de alegría, por lo bien que me hace. Tengo ganas de llorar de felicidad, porque lo poseo y porque me embarga y me colma hasta la médula. Querida Emmi, en la palma de mi mano izquierda, donde se encuentra ese punto, esta tarde —debían de ser aproximadamente las cuatro— tuvo lugar un incidente en la mesa de un café. Mi mano iba a coger un vaso de agua, cuando vinieron de frente los dedos ligeros de otra mano más suave, intentaron frenar, intentaron evitarla, intentaron impedir la colisión. Por poco lo logran. Por poco. Durante una fracción de segundo, la delicada yema de un dedo que pasaba volando fue arrollada por la palma de mi mano que iba a tomar el vaso. Ello dio como resultado un leve roce. Lo he grabado en mi memoria. Nadie me lo quita. Te siento. Te conozco. Te reconozco. Eres la misma. Eres la misma persona. Eres real. Eres mi punto. Que duermas bien.
Daniel Glattauer
En las tertulias de antaño siempre había un erudito que lo sabía todo. Recordaba nombres, fechas y datos con absoluta precisión gracias a su privilegiada memoria alimentada por múltiples, diversas y a veces inútiles lecturas. Ante cualquier discusión se recurría a él en última estancia para que ejerciera de tribunal de casación. Hoy el prestigio de esta clase de sabios, ganado a pulso después de quemarse las pestañas leyendo montones de libros, ha desaparecido. La erudición ya no sirve de nada. Ahora en cualquier debate en que las partes se obstinan por tener razón, mientras la disputa se alarga y adquiere una elevada temperatura, tal vez el más tonto del grupo que ha permanecido callado picotea discretamente en el iPhone y cuando la discusión alcanza un encono sin salida, exhibe el veredicto inapelable que dicta la pantalla del móvil como si fuera el ojo de halcón. He aquí la verdad sacada con la punta de los dedos del légamo digital. El prestigio está en manos de cualquier garrulo que sepa manejar mejor y más rápidas las cinco yemas para extraer la razón del Google.
Manuel Vicent
«Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte, amar bien aquello que debes abandonar pronto.» Los ojos de Sloane regresaron a William Stoner y dijo secamente: «El señor Shakespeare le habla a través de trescientos años señor Stoner, ¿le escucha?». William Stoner se dio cuenta de que por unos instantes había estado conteniendo el aliento. Lo expulsó suavemente, dándose cuenta de que la ropa se movía sobre su cuerpo mientras el aliento le salía de los pulmones. Desvió la vista de Sloane hacia otro punto de la sala. La luz penetraba por las ventanas y se posaba sobre los rostros de sus compañeros de manera que la iluminación parecía venir de dentro de ellos mismos para salir hacia la oscuridad; un alumno pestañeó y una sombra delgada cayó sobre una mejilla cuya parte inferior había recogido la luz del sol. Stoner advirtió que sus dedos se estaban soltando de su firme agarre al escritorio. Se fijó en sus manos, maravillándose de lo morenas que estaban, de la intrincada manera en que las uñas se adaptaban al romo final de los dedos. Pensó que podía sentir la sangre fluir invisible a través de sus diminutas venas y arterias, pulsando delicada y precariamente desde las yemas de los dedos a través de su cuerpo. Sloane volvió a hablar: «¿Qué le comunica, señor Stoner? ¿Qué quiere decir el soneto?».
John Williams (Stoner)
Dayan se dejó caer de lado y la atrajo hacia si, acurrucándola entre los brazos. Dejaron pasar varios minutos hasta que sus respiraciones se ralentizaron. - ¿Siempre es así? - preguntó Erinni mientras le acariciaba el abdomen distraidamente. - Te aseguro que no - contestó Dayan en un susurro. (...) Dayan habia follado con multitud de mujeres. Siempre había sido divertido, y al terminar, se sentía relajado y de buen humor, pero nunca se había sentido como si hubiera llegado a casa. La miró mientras la acariciaba el brazo con las yemas de los dedos y algo que no pudo identificar se removió en su interior. - ¿Por qué has vuelto, hechicera? Ella no contestó inmediatamente. Se removió algo inquieta y le pasó una pierna por encima de las suyas. - Pensé que ya era hora que supiera lo que se sentía al hacer el amor - confesó con timidez. - Cuando te cases, a tu marido no le gustará que no seas virgen - gruñó Dayan. Por qué la idea de ella con otro hombre le revolvió las entrañas, no lo supo, pero allí estaba la sensación de una mano fría agarrándole el corazón como si quisiera partirlo por la mitad. Fue una conmoción al darse cuenta que eran celos de alguien que ni si quiera tenía nombre aún. - No pienso casarme, - afirmó ella - así que no me preocupa. El alivio que sintió Dayan al oír sus palabras fue enorme." (Dayan y Erinni).
Alaine Scott (La hechicera rebelde (Cuentos eróticos de Kargul #2))
—Dios mío, qué guapa eres. Y qué valiente. Es un crimen no poder tocarte. Levanto el taco de billar, y deseo más que nunca que fueran las yemas de sus dedos las que tocaran mi piel. Con suavidad resigo su brazo con la punta, por encima del ángulo puntiagudo de su hombro, y lo acerco lentamente hacia su cuerpo. Ella tiembla ante mi «contacto», sin dejar de mirarme, y a medida que el taco de billar va subiendo, un ligero rubor le tiñe las mejillas. —Tu pelo —digo, tocando el punto donde cae sobre sus hombros—. Tu cuello —digo, y la luz de la piscina le ilumina la piel—. Tus labios —continúo, y noto que la gravedad se desploma peligrosamente entre nosotros, instándome a besarla. Ella desvía la mirada, tímida de pronto. —El día en que nos conocimos te mentí. Nunca he hecho el amor con nadie. —Respira con dificultad y se toca el costado mientras habla—. No quiero que nadie me vea. Las cicatrices. El tubo. No hay nada de sexi en… —Todo en ti es sexi —la interrumpo. Ella me mira y quiero que lo vea en mi rostro. Qué guapa es—. Eres perfecta. La observo cuando retira el taco de billar y se pone de pie, temblando. Lentamente, con los ojos fijos en los míos, se quita la camiseta sin mangas y deja al descubierto un sujetador negro de encaje. Tira la camiseta al suelo, y mi mandíbula se derrumba también. Luego se baja los shorts, los pasa por debajo de los pies y se endereza. Me invita a mirarla. Me ha dejado sin aliento. Intento tomármelo con calma, pero contemplo su cuerpo con ansiedad, miro sus piernas, su pecho y sus caderas. La luz baila sobre las cicatrices de guerra que le cruzan el pecho y el vientre. —Dios mío —consigo musitar apenas. Nunca creí que podría sentir celos de un taco de billar, pero deseo desesperadamente notar su piel contra la mía.
Rachael Lippincott (Five Feet Apart)
Las manos de Dayan recorrieron su cuerpo, deteniéndose en las caderas. Le ardía la piel con su contacto, hormigueándole por allí donde sus dedos pasaron. Bebió de su apasionada boca, deseando que aquel momento no terminara jamás. Fundirse, hacerse una con él, buscar un rinconcito en su corazón y construirse allí un hogar, un lugar cálido y acogedor en el que sentirse siempre a salvo. (...) Horas después, el amanecer sorprendió a Dayan despierto. Tumbado de lado sobre la cama, reposaba la cabeza sobre una mano y los ojos fijos en el apacible rostro de Erinni, que aún dormía. Trazó una suave caricia en su mentón con las yemas de los dedos, desde el nacimiento debajo de la oreja hasta la barbilla. No podía dejarla escapar. Ahora se daba cuenta que su vida había estado sumida en la oscuridad hasta que la conoció, y que su aparición la había llenado de luz, haciendo que lo viera todo de forma muy diferente. No sabía qué iba a hacer si ella se empeñaba en apartarse de él cuando pasara el peligro. Tenía que enamorarla pero, ¿cómo? Llegaría un momento en que el sexo que compartían no sería suficiente para mantenerla a su lado. Erinni era del tipo de mujer que necesitaba mucho más de un hombre, algo que él se esforzaría en darle aunque no sabía si sería capaz. Su relación con las mujeres se había limitado durante toda su vida a la cama… bueno, al sexo, algo que no implica una cama necesariamente, como ya le había demostrado en varias ocasiones. No sabía relacionarse con ellas de otra manera. Escuchar su interminable parloteo, hacer gala de una sensibilidad que no poseía, fingir preocupación por cosas que le importaban una mierda para hacerlas felices.. todo eso no iba con él. La sorpresa llegó cuando se dio cuenta que con Erinni no tenía que esforzarse, porque todo lo que a ella la preocupaba, a él lo afectaba; lo hacía sentir unos remordimientos que habían apagado en su niñez a base de castigos y palizas durante su entrenamiento en el templo, y escucharla hablar, incluso de tonterías que no tenían importancia, lo fascinaba. Quizá era el sonido de su voz, que lo acariciaba como una pluma; o la energía que desprendía cuando hablaba de las injusticias y de cómo corregirlas; o la mirada tan pícara que brillaba en sus ojos cuando le contaba la multitud de travesuras que había hecho de niña. Lo cautivaba su voz, incluso cuando le gritaba enfadada. Se miró las manos, abatido. ¿Qué probabilidades tenía que una mujer como Erinni se enamorara de él? Prácticamente ninguna. Era un guerrero. Con sus manos dañaba, mataba, causaba dolor y muerte. Erinni sanaba con las suyas, se desvivía por eliminar el dolor, tanto de los cuerpos como de las mentes de sus pacientes. No había dos personas más distintas que ellos. Y sin embargo, la amaba con toda su alma, tanto, que era capaz de cualquier cosa por ella... (Dayan y Erinni)
Alaine Scott (La hechicera rebelde (Cuentos eróticos de Kargul #2))
Salsa blanca Necesita dos huevos, un yogur desnatado y media taza de leche desnatada. Entibie la leche y añada sal y pimienta. Viértala entonces sobre las dos yemas de huevo mientras bate bien; luego, añada el yogur. Acabe calentando el conjunto al baño maría.
Anonymous
ningunos ojos me han visto tanto como las yemas de esos dedos
Mario Mendoza (La locura de nuestro tiempo)
Su habitación, que alguien pintó hace mucho tiempo de un deprimente color yema de huevo, nunca ha llegado a parecerle suya.
J.M. Coetzee (Los días de Jesús en la escuela)
ha entendido por qué, a pesar de su buena voluntad, de sus esfuerzos incluso, desde que llegó de París después de tantos años de ausencia, su lugar natal no le ha producido ninguna emoción: porque ahora es al fin un adulto, y ser adulto significa justamente haber llegado a entender que no es en la tierra natal donde se ha nacido, sino en un lugar más grande, más neutro, ni amigo ni enemigo, desconocido, al que nadie podría llamar suyo y que no estimula el afecto sino la extrañeza, un hogar que no es ni espacial ni geográfico, ni siquiera verbal, sino más bien, y hasta donde esas palabras puedan seguir significando algo, físico, químico, biológico, cósmico, y del que lo invisible y lo visible, desde las yemas de los dedos hasta el universo estrellado, o lo que puede llegar a saberse sobre lo invisible y lo visible, forman parte, y que ese conjunto que incluye hasta los bordes mismos de lo inconcebible, no es en realidad su patria sino su prisión, abandonada y cerrada ella misma desde el exterior —la oscuridad desmesurada que errabundea, ígnea y gélida a la vez, al abrigo no únicamente de los sentidos, sino también de la emoción, de la nostalgia y del pensamiento.
Juan José Saer (La pesquisa)
No había nada que deseara más que meterse en la cama junto a ella, trazar el contorno de su rostro con los dedos: amplios pómulos, barbilla puntiaguda, ojos medio cerrados, pestañas como encaje contra la yema de los dedos. Su cuerpo y su mente estaban más que agotados, demasiado exhaustos para sentir deseo, pero el anhelo de proximidad y compañerismo permanecía. El tacto de las manos de [ella], su piel, era un alivio que nada más podía, proporcionarle. (...) Habían dormido uno junto al otro muchísimas veces, pero nunca se había dado cuenta de lo diferente que resultaba cuando podías acomodar la forma de otra persona entre tus brazos. Unir tu respiración a la de ella.
Cassandra Clare (Lady Midnight (The Dark Artifices, #1))
La lengua de las mariposas es una tronca enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a qué sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa.
Manuel Rivas (Butterfly's Tongue)
—¿Ha oído hablar alguna vez de manos de plantadora? —La verdad es que no, señora —Bueno, lo único que puedo decirle es lo que se siente. Cuando se eliminan los capullos que no se quieren. Entonces todo se concentra en las yemas de los dedos. Lo hacen los propios dedos. Los ves trabajar. Lo sientes. Arrancan un capullo tras otro. Sin equivocarse nunca. Se funden con la planta. ¿Comprende?
John Steinbeck
Se tuviera que elegir una de las fronteras que cruzamos, me quedaría con la de su piel. Francisco me fotografiaba con la palma de la mano y la yema de sus dedos. Sin palabras era como mejor nos amábamos. No me concedió ninguna, ni siquiera para decir adiós.
Karina Sainz Borgo (It Would Be Night in Caracas)
—Bueno, mañana tendremos los Alpes. Son montañas largas y duras… —¿Crees que podrías ganar el Tour? Bartali reflexiona, perplejo. Está hablando por teléfono con el primer ministro de Italia, Alcide de Gasperi, que lo llama desde Roma para preguntarle si podrá vencer en el Tour de Francia. Es, cuanto menos, extraño. ¿Qué responde uno a alguien así en un momento como este? —Bueno, queda una semana. Creo que ganaré la etapa siguiente, eso sí, estoy casi seguro. Confiado pero no demasiado, con un punto de orgullo patriótico pero sin caer en fanfarronería que podría costarle cara si, como todo parece apuntar, al final no consigue vestirse de amarillo en París. Sí, la respuesta ha estado bien… —Sí, queda una semana, Gino, estás en lo cierto. Pero inténtalo con toda la fuerza, invierte tus energías en ello, lucha más que nunca antes. Sabes que sería muy importante para nosotros aquí. Bartali adivina una pizca de ansiedad en las palabras de su amigo Alcide de Gasperi. De esas que encierran secretos que los políticos no cuentan a ciudadanos, secretos que mejor no conocer. Pero Bartali es curioso, tiene una edad, ha vivido, ha vivido cosas. Está, por así decirlo, un poco de vuelta de todo. Y pregunta. —¿Por qué? Una duda al otro lado de la línea. La cuestión viaja cientos de kilómetros al sur, allí donde, aunque Gino no lo sepa, resuenan disparos y las masas corren en una mezcla de violencia y miedo. —Bueno, verás… hay mucha confusión aquí. Una victoria tuya seguramente ayudaría a calmar ánimos. Gino cierra los ojos. Por su mente cruzan recuerdos de la guerra, viajes a Asís, cuando pedaleaba para salvar vidas. Toca con la yema de sus dedos los párpados, cansado. Quizá se pregunta por qué yo, por qué otra vez yo. Pero no responderá eso, él no es así. Piensa en su hermano fallecido, en su mujer, en sus hijos. Piensa. La moral, dijo Kant, no es aquello que nos hace felices, sino lo que nos hace dignos de ser felices. Kant, menudo cabrón. Y responde lo mismo que siempre ha respondido en estas situaciones… —No te preocupes, Alcide. Mañana daré todo lo que tenga dentro. Intentaré ayudaros.
Marcos Pereda Herrera (Arriva Italia: Gloria y miseria de una nación que soñó ciclismo (Spanish Edition))
Dalila no escuchaba. Veía que él movía los labios, pero lo único que podía registrar eran esos dedos en contacto con los suyos que parecían quemarla. Ya no recordaba nada de lo que estaba sucediendo, nada era importante más que el calor, los surcos en las yemas, el ontraste en el tono de sus pieles.
Victoria Bayona (Dalila y los tritauros)
Lo que sucede es que las yemas de mis dos dedos corazón se hacen la guerra en el teclado. La izquierda siempre quiere ser más rápida que la derecha, pues soy zurda de nacimiento y en el colegio me invirtieron la polaridad. Hasta hoy, la mano izquierda no me lo ha perdonado.
Daniel Glattauer (Gut gegen Nordwind (Gut gegen Nordwind, #1))
¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño?... —Pero, decíme, ¿vos no podés prestarme esos seiscientos pesos? El otro movió lentamente la cabeza: —¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario? Erdosain lo miró desesperado: —Te juro que los debo. De pronto ocurrió algo inesperado. El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena: —Rajá, turrito, rajá. Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.
Roberto Arlt (Los siete locos (Spanish Edition))
y todo, hervidero de abejas, velos, nubes de humo, le parecía a Cosimo un encantamiento que aquel hombre trataba de suscitar para desaparecer de allí, borrarse, volar lejos, y luego, renacer siendo otro, o en otro tiempo, o en otro lugar. Pero era un mago de poca monta, porque reaparecía siempre igual, acaso chupándose una yema del dedo pinchada.
Italo Calvino (The Baron in the Trees)
Se crea la ilusión de la libertad de la yema de los dedos. En el regimen de la información, ser libre no significa actuar, sino hacer clic, dar al like y postear. Asi, apenas se encuentra resistencia. No debe temer a ninguna revolución. Los dedos no son capaces de actuar en sentido enfático, con las manos. No son más que un órgano de elección consumista. El consumo y la revolución son mutuamente excluyentes
Byung-Chul Han (Infocracia: La digitalización y la crisis de la democracia)
Y, aunque la gente del futuro siglo XXI rendirá culto a las novedades y a las tecnologías -especialmente a unas raras tablillas luminosas que acarician con las yemas de los dedos –, seguirán dando forma a sus ideas fundamentales sobre el poder, la ciudadanía, la responsabilidad, la violencia, el imperio, el lujo y la belleza en diálogo con los libros donde hablan los clásicos.
Irene Vallejo (El infinito en un junco: La invención de los libros en el mundo antiguo)
La expresión «echar de menos» no es bastante. Echar de menos es algo que parece que pasa dentro, pero a ella le pasa fuera, más allá de las yemas de los dedos, le pasa ahora en la silla y en la mesa, en las sillas vecinas vacías y en la enredadera de la pared, en la forma de andar del camarero, en las luces que cuelgan del techo y en los tres ventanucos de cristal que dan a la noche de Madrid.
Belén Gopegui (Existiríamos el mar)
Me enamoré del despertar con tus pelos enredados en mis manos. De tu manera de llevarte la taza de té a los labios, y del bigote que siempre te dibujabas cuando tomábamos chocolate caliente. Me enamoré de tu manera de andar, tan ágil y delicada a la vez, del roce de tus pies desnudos bajo las sábanas, y de las palabras que musitabas en sueños. Me enamoré de tu facilidad para soñar y de la pasión que brilla en tus ojos cuando pintas, de la yema de tus dedos sobre mi piel desnuda, de tus labios en mi boca, tus manos en mis rizos. De la inocencia que desprendes, pero lo viva que eres y la fuerza que tienes sobre mí.
Verónica Phoenix (Tinta Sobre Papel: Una nouvelle (Spanish Edition))
—Yo recorro la curva de tu cuello con las yemas de mis dedos, hasta tu cara. Tu barba me hace cosquillas en las palmas. Te separo de mí, no mucho, un poco, lo suficiente para mirarte de nuevo. Me encantan cómo te brillan los ojos cuando estás feliz. —Y a mí los tuyos. —Mi sonrisa favorita. —Escucho cómo escapa de sus labios una suave carcajada. —Te beso. —Porque me debes muchos besos, recuérdalo. —Muchos. Una deuda de diez mil.
Silvia Ferrasse (Mil primaveras a la orilla de tus abrazos (Mil Estaciones, #2))
Me acerco y observo la palomilla de san Juan. Su tamaño y su forma son los de una polilla común y corriente, pero sus alas son rojas como polvo de sindoor, como sangre seca. Algo, tal vez su fragilidad, me incita a aplastarla. Acerco la mano. Va a volar cuando sienta mi tacto, pienso, pero no se mueve. El polvo de sus alas es impalpable de tan ligero. Hago una pinza con el índice y el pulgar, y oprimo su cuerpo de migaja sobre la cabeza de la llave. Estrujo con la yema el esqueleto. Ella agita las alas con un leve estertor, lo rojo se impregna entre las ranuras del metal, en los relieves de la palabra Yale, penetra en las partículas de estaño y cobre, escurre por el vástago dentado.
Ave Barrera (Restauración)
Nietzsche afirmó que no existe dolor más intenso que el de una señorita burguesa europea. O europeizada como las protagonistas femeninas de Edith Wharton o Henry James. Para estas mujeres es terrible pincharse la yema del dedo con un alfiler y observar cómo la gota de sangre engorda sobre la blancura del pulpejo. Luego, aunque contraten los servicios de un ama de cría y de una institutriz si sus rentas se lo permiten, son esas mujeres las que paren a los hijos de la clase dominante. Sin anestesia. Entre gritos. Sin gritar. A veces mueren.
Marta Sanz (Clavícula)
Y contra todo pronóstico... Susana se ríe. Es un sonido dulce, que cause en mí una vibración de entusiasmo. Soy un niño que ha descubierto que puede tocar la Luna con la yema de los dedos.
Silvia Ferrasse (Mil primaveras en una casa vacía (Mil Estaciones, #1))
les rogué que me dieran acceso al patio de atrás, si todavía existía, que lindaba con los fondos de otra finca, de la que la nuestra estaba separada por un cerco vivo de rosas trepadoras y ligustros y un tejido de alambre de trama romboidal. La enredadera de rosas y los ligustros no existían pero sí el cerco de alambre a través del cual ella y yo pasábamos los brazos para tocarnos y conocernos, como si fuésemos ciegos. Imposible determinar cuál era el rombo por el que, muchos años atrás, pasé mi mano para el otro lado y atravesando la trama de hojas y de pequeñas rosas estuve a punto de alcanzar su rostro. Elegí uno al azar imaginándome que como entonces ella estaba al otro lado, y me costó meter la mano, tuve que estirar los dedos adelgazándola; pero al llegar al codo se acabó el intento. Aquella vez en cambio, aunque el codo encajado en el rombo me impidió seguir avanzando, ella acercó su rostro infantil atravesando las hojas y rosas trepadoras y lo puso al alcance de las yemas de mis dedos; acariciaba sus mejillas sintiendo que el olor intenso de los ligustros aplastados penetraba en nosotros a través de nuestra respiración agitada. Entre las hojas verdes y las pequeñas rosas pálidas le brillaban unos ojos grandes y celestes.“Ahora yo”, dijo en un español que venía del otro lado del mar, estiró los dedos y pasó la mano por el mismo rombo; su brazo se deslizó sin tocar los alambres y al llegar a la altura del codo éste pasó rozándolos apenas. Me acarició la cara diciéndome “me llamo Eugenia y tú eres Juan”, en su lengua transoceánica. Retiró el brazo, soltó una risita breve y me sacó la lengua. Era plena siesta. El alambrado tiritaba ante el paso, muy cercano, de uno de esos trenes largos que viajan hacia el sur. Cuando el ruido cesó oímos que al otro lado de las vías, donde acababa la ciudad y empezaba la pampa interminable, cantaban las palomas
Anonymous
Querida Emmi: En la palma de mi mano izquierda, más o menos en el centro, donde la línea de la vida, surcada por gruesas arrugas, dobla hacia la arteria, allí hay un punto. Lo examino, pero no puedo verlo. Lo miro fijamente, pero no se deja sujetar. Sólo puedo tocarlo. También lo noto con los ojos cerrados. Un punto. La sensación es tan intensa que me da vértigo. Si me concentro en él, su efecto se expande hasta los dedos de los pies. Me produce hormigueo, me hace cosquillas, me da calor, me excita. Estimula mi circulación, dirige mi pulso, determina el ritmo de los latidos de mi corazón. Y en la cabeza surte su efecto embriagador como una droga, amplía mi conciencia, extiende mi horizonte. Un punto. Tengo ganas de reír de alegría, por lo bien que me hace. Tengo ganas de llorar de felicidad, porque lo poseo y porque me embarga y me colma hasta la médula. Querida Emmi, en la palma de mi mano izquierda, donde se encuentra ese punto, esta tarde —debían de ser aproximadamente las cuatro— tuvo lugar un incidente en la mesa de un café. Mi mano iba a coger un vaso de agua, cuando vinieron de frente los dedos ligeros de otra mano más suave, intentaron frenar, intentaron evitarla, intentaron impedir la colisión. Por poco lo logran. Por poco. Durante una fracción de segundo, la delicada yema de un dedo que pasaba volando fue arrollada por la palma de mi mano que iba a tomar el vaso. Daniel Glattauer Cada siete olas ~48~ Ello dio como resultado un leve roce. Lo he grabado en mi memoria. Nadie me lo quita. Te siento. Te conozco. Te reconozco. Eres la misma. Eres la misma persona. Eres real. Eres mi punto. Que duermas bien.
Daniel Glattauer
Ese hombre era alguien diferente, capaz de conocer mi cuerpo como él, pero convertir cada caricia en un reto, cada beso en un verso y leerme todos los poemas que teníamos a mano para escribirlos después en mi espalda desnuda con la yema de los dedos.
Elísabet Benavent (Seremos recuerdos (Canciones y recuerdos, #2))