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Cuando leemos la vida de los santos, vemos una y otra vez la magnanimidad de Dios al permitir que hombres y mujeres vivan largos períodos de desorden antes de despertar a la gracia, como si los siete días de la creación, con sus distinciones graduales, se realizaran de nuevo en las vidas individuales; como si todos tuviéramos que llevar a cabo un éxodo personal para volver a casa desde Egipto, un viaje no tan largo, en realidad, pero prolongado por la repetición de rebeliones, demoras y malentendidos. También éstos desempeñan su papel en la providencia de Dios. Deben enseñarnos algo: «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, para probarte y para conocer lo que había en tu corazón: si ibas a guardar sus mandamientos o no» (Dt 8,2). Esto sigue siendo lo esencial a la hora de afrontar mi desorden. ¿Estoy dispuesto a reconocer y nombrar lo que hay en mi corazón? Desde ese punto de partida, ¿dejaré que la llamada de Dios me ordene y me reforme? Yehudi Menuhin a los 12 años, en 1928.
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Erik Varden (Castidad. La reconciliación de los sentidos)