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El botón de Lichtenberg no es un ejemplo insólito de elevar lo menospreciado a alturas filosóficas. Es un tributo a la normalidad de todo lo que nos preocupa desde siempre. Desde la Antigüedad, el feliz culto a la trivialidad tiene varios tomos de obras incompletas: Luciano de Samósata elogiando la inmortalidad del alma de las moscas, Sinesio de Cirene defendiendo la sabiduría lampiña de los calvos, Leonardo da Vinci preguntando por qué es tan larga la lengua de un pájaro carpintero, Francisco de Quevedo ponderando las gracias y desgracias del ojo del culo, sor Juana Inés de la Cruz señalando el engaño colorido de los retratos, Xavier de Maistre detallando un viaje de cuarenta y dos días alrededor de su cuarto, J. W. Goethe describiendo la morfología de las nubes, Montaigne confesando un terror crónico a sus cálculos renales, Charles Lamb admirando la melancolía de los sastres, Schopenhauer examinando la visión nocturna de fantasmas, Darwin dedicándole su último libro a las lombrices, Machado de Assis proponiendo reglas para comportarse en los tranvías, Nietzsche interrogándose sobre el valor de un fósforo por su eventual poder de destrucción, R. L. Stevenson meditando sobre los efectos meteorológicos de un paraguas, Proust babeando por los lujosos salones de princesas y condesas de París, Chesterton predicando la humildad del plomo, Rosa Luxemburgo llamando por teléfono a sus amigos para que escucharan con ella a un ruiseñor, Roberto Arlt calculando con cuántas mujeres estuvo un difunto que escribió setenta y dos mil cartas de amor, Lu Sin debatiendo sobre los senos fajados versus los senos naturales, Theodor Adorno acusando lo insoportables que son los signos de exclamación, Salvador Novo argumentado su rencor contra la letra h, Vladimir Nabokov alabando las alas de las mariposas, Hannah Arendt discutiendo sobre la banalidad del mal, Clarice Lispector dictando reglas de seducción para mujeres, Roland Barthes explicando la mitología del bistec y las papas fritas, Virginia Woolf contándonos la muerte de una polilla, Sylvia Plath revelando el placer de escarbarse la nariz, Italo Calvino estudiando la fenomenología del llanto en las novelas, Cioran blasfemando contra el tedio de los domingos por la tarde, García Márquez especulando sobre la inutilidad de los días jueves, Wisława Szymborska y su preocupación por la inexistencia de una historia de los botones.
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