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Se vieron el sábado siguiente y todos los demás sábados de otoño, con Ferguson desplazándose en autobĂşs desde Nueva Jersey hasta la terminal de Port Authority y cogiendo luego la lĂnea IRT del metro hasta la calle Setenta y dos Oeste, donde se apeaba para luego caminar tres manzanas en direcciĂłn norte y otras dos en direcciĂłn oeste hasta el piso de los Schneiderman en Riverside Drive esquina con la Setenta y cinco, apartamento 4B, que se habĂa convertido en la direcciĂłn más importante de la ciudad de Nueva York. Salidas a diversos sitios, casi siempre los dos solos, de vez en cuando con amigos de Amy, cine extranjero en el Thalia de Broadway esquina con la calle Noventa y cinco, Godard, Kurosawa, Fellini, visitas al Met, al Frick, al Museo de Arte Moderno, los Knicks en el Garden, Bach en el Carnegie Hall, Beckett, Pinter y Ionesco en pequeños teatros del Village, todo muy cerca y a mano, y Amy siempre sabĂa adĂłnde ir y quĂ© hacer, la princesa guerrera de Manhattan le enseñaba cĂłmo orientarse por la ciudad, que rápidamente llegĂł a convertirse en su ciudad tambiĂ©n. No obstante, pese a todas las cosas que hacĂan y todo lo que veĂan, lo mejor de aquellos sábados era sentarse a charlar en las cafeterĂas, la primera serie de incesantes diálogos que continuarĂan durante años, conversaciones que a veces se convertĂan en feroces discusiones cuando sus puntos de vista diferĂan, la buena o mala pelĂcula que acababan de ver, la acertada o desacertada idea polĂtica que uno de ellos acababa de expresar, pero a Ferguson no le importaba discutir con ella, no le interesaban las chicas facilonas, las pánfilas llenas de mohĂnes que sĂłlo perseguĂan imaginarios ritos amorosos, eso era amor de verdad, complejo, hondo y lo bastante flexible para albergar la discordia apasionada, y cĂłmo no podrĂa amar a aquella chica, con su implacable y penetrante mirada y su risa inmensa, retumbante, la excitable e intrĂ©pida Amy Schneiderman, que un dĂa iba a ser corresponsal de guerra, revolucionaria o doctora entregada a los pobres. TenĂa diecisĂ©is años, casi diecisiete. La pizarra vacĂa ya no lo estaba tanto, pero aĂşn era lo bastante joven para saber que podĂa borrar las palabras ya escritas, suprimirlas y empezar de nuevo siempre que su espĂritu la impulsara a ello.
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