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El aliento del mar fue alejando lentamente la marea de la orilla, y dejó la arena lisa y espejeante bajo las estrellas. Las algas mojadas, enmarañadas, plagadas de insectos. Las dunas agrupadas y tranquilas, el viento frío combando la hierba. El camino asfaltado que subía de la playa en silencio ahora, cubierto por una capa de arena blanca; un brillo tenue sobre los techos curvos de las caravanas; los coches aparcados, formas oscuras y agazapadas sobre la hierba. Y luego la feria, el quiosco de helados con la persiana bajada, y siguiendo la calle, ya en el pueblo, la oficina de correos, el hotel, el restaurante. El Sailor’s Friend, con las puertas cerradas, pegatinas ilegibles en las ventanas. La estela de los faros de un único coche al pasar. Las luces traseras rojas como ascuas. Más allá, una hilera de casas, las ventanas reflejando impasibles la luz de las farolas, los cubos de basura alineados enfrente, y luego la carretera de la costa que salía del pueblo, silenciosa, desierta, los árboles alzándose por entre la oscuridad. El mar hacia el oeste, una extensión de manto negro. Y al este, cruzando la verja, la antigua rectoría, de un azul lechoso. Dentro, cuatro cuerpos durmiendo, despertando, durmiendo otra vez. De lado, o tumbados de espaldas, sacudiéndose las colchas con los pies, cruzando de sueño en sueño en silencio. Y ya por detrás de la casa empezaba a salir el sol. En los muros traseros y entre las ramas de los árboles, entre las hojas coloridas de los árboles y la hierba verde y húmeda, se filtra la luz del alba. Mañana de verano. Agua fría y clara en el hueco de la mano.
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