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Cipriano, ni de su sombrero mexicano. HabĂa desaparecido como por arte de magia. El que apareciĂł, tambiĂ©n como por arte de magia, fue su padre, agitando la gorra roja para que lo vieran. —¡Lástima de tormenta! Ya las tenĂais casi ganadas, Âżeh? —dijo Manu. —¡Papá! Nos estaban dando una paliza. Si no llega a ser porque se ha puesto a diluviar, ya habrĂamos perdido —dijo SofĂa. —Pero no es justo —protestĂł Irene—. Nosotras llevamos entrenando duro todo el año, y ellas han fichado a una rusa gigante para el Ăşltimo partido. Parece un rascacielos. —Bueno, no os preocupĂ©is. El prĂłximo sábado nos traemos la escalera de mano y todo arreglado. O, quiĂ©n sabe, a lo mejor esta semana pegáis el estirĂłn y os hacĂ©is más altas que la tal Irina —dijo Manu, cogiĂ©ndose el cuello con las dos manos y tirando hacia arriba. Las niñas se rieron con las tonterĂas de su padre y se olvidaron por un momento del partido de baloncesto. Manu y sus hijas salieron del polideportivo y se dirigieron paseando a su coche. Charlaban animadamente sobre el partido cuando, despistados, estuvieron a punto de chocarse de bruces contra un hombre que llevaba dos perros enormes. Al fijarse en Ă©l, Manu y las niñas se quedaron helados. El hombre llevaba un sombrero como los de Indiana Jones, del que sobresalĂa una melena blanca y desordenada que le llegaba hasta los hombros. Llevaba un parche en el ojo derecho y una cicatriz larga y roja le cruzaba la mejilla izquierda hasta la comisura de los labios. El ojo que le quedaba sano era de color negro, tanto como los dos enormes perros que lo escoltaban. Los animales llevaban un collar de pinchos en torno al cuello y estaban sujetos a su dueño por una cadena de metal. El hombre llevaba dos pistolas de agua colgadas del cinturĂłn, y un arco de madera asomaba detrás de su espalda. —Perdone. Mis hijas y yo no le habĂamos visto —se disculpĂł Manu con prudencia, pensando que se habĂan cruzado con un loco. El hombre permaneciĂł en silencio, mirando a SofĂa fijamente. Uno de los perros olfateĂł el ambiente y lanzĂł una dentellada al aire en direcciĂłn a la niña. El desconocido tambiĂ©n olisqueĂł, imitando a su perro, y dio un paso hacia delante. —Niña ese balĂłn que llevas… ñiiick… Es muy bonito y huele muy bien —dijo el hombre en voz baja. Al hablar rechinaba los dientes y emitĂa un sonido parecido al que hace un tenedor al rasgar un plato. Ă‘iiick. —Pues sĂ, es muy bonito —dijo su padre, poniĂ©ndose delante de la niñas—. Sujete bien a sus perros, parecen peligrosos. —Les compro el balĂłn… ñiiick… A mi perro parece que le gusta mucho… ñiiick —dijo el hombre, sin hacer caso a la amenaza de Manu. —Es de mis hijas y no está en venta —dijo Manu—. Vámonos, chicas, se nos hace tarde. Manu y las niñas dieron un pequeño rodeo y se alejaron del hombre, que no paraba de mirar el balĂłn fijamente mientras movĂa las aletas de la nariz. —¡Como está el barrio, chicas! —dijo Manu cuando se habĂan alejado un poco del extraño desconocido. —QuĂ© tĂo más raro. Llevaba unas pistolas de agua en el cinturĂłn. ÂżY por quĂ© querrĂa la pelota? —dijo SofĂa. —Ni idea. Me recordaba un poco al director del «cole», solo que todavĂa más feo —dijo Irene, sintiendo un escalofrĂo. —¡Hala!
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CĂ©sar GarcĂa Muñoz (Cipriano, el vampiro vegetariano. (Cipriano, el vampiro vegetariano, #1))