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Allí va Isak atravesando el campo. Sembrando. Un coloso, un tronco. Va vestido con la lana que le proporcionan sus rebaños, y calza zapatos de la piel de sus propios terneros y vacas. Conforme al uso piadoso, va con la cabeza descubierta mientras siembra. Es calvo en la parte superior del cráneo, pero una corona que forman sus cabellos y su barba encuadra su cabeza. Es Isak, el margrave. Rara vez sabía la fecha exacta en que vivía. ¿Para qué? Holgaba el acordarse de plazos ni apremios. En su calendario había unas cruces que señalaban cuándo había de parir una vaca. Sabía que para San Olaf, en el otoño, convenía haber entrado el heno; sabía cuándo tenía lugar, por primavera, la feria de ganados; y que tres semanas después el oso salía de su cueva; y que la semilla había de estar ya en la tierra. Sabía lo indispensable. Es campesino de las tierras solitarias hasta la médula y agricultor de pies a cabeza. Un resucitado de tiempos remotos que señala hacia el futuro, un hombre de los primeros tiempos de la agricultura, un labriego de novecientos años de edad y, pese a ello, el hombre del día. No; ya no le quedaba nada del dinero de la venta del terreno del cobre; el viento se lo había llevado. Y una vez abandonada de nuevo la mina, ¿a quién le quedaba algo? Pero lo que fue un día tierra de nadie subsiste y tiene diez granjas, y espera centenares de ellas. ¿Qué es lo que aquí no crece y prospera? Aquí crece y prospera todo: hombres, y bestias y los frutos de la tierra. Isak estaba sembrando. El sol de la tarde ilumina el grano que la mano desparrama y cae en los surcos como una lluvia de oro. Llega Sivert y se pone a rastrillar, y luego apisona con el cilindro, y luego vuelve a rastrillar. Allí están el bosque y las montañas, contemplando. Todo es potencia y grandeza. Aquí todo se relaciona y encuentra una finalidad. Clin, clin... clin, dicen las esquilas de las vacas en las laderas. Se van acercando los rebaños, camino del establo. Son quince vacas y cuarenta y cinco cabezas de ganado menor: sesenta en total. Andan las mujeres con los ordeñaderos, que llevan colgados sobre los hombros por medio de un yugo; Leopoldine, Jensine y la pequeña Rebecca. Las tres van con los pies desnudos. No se ve entre ellas a la mujer del margrave, Inger; permanece en la casa cuidando de la cena. Alta, augusta, anda por la casa, como una vestal que guarda el fuego sagrado en un sencillo fogón de cocina. Inger hizo un día un viaje por el ancho mar, y estuvo en la ciudad. Ahora está de nuevo en el hogar. Vasto es el mundo y lleno de puntitos inquietos. Inger tomó parte en esa inquietud. Y cuando estuvo entre la multitud humana no fue casi nada; sólo un ser humano entre muchos... Y cae la tarde.
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