“
Treinta años más tarde, se veía obligado una vez más a llegar a la misma conclusión: no cabía duda de que las mujeres eran mejores que los hombres. Eran más dulces, más amables, más cariñosas, más compasivas; menos inclinadas a la violencia, al egoísmo, a la autoafirmación, a la crueldad. Además eran más razonables, más inteligentes y más trabajadoras.
En el fondo, se preguntaba Michel observando los movimientos del sol sobre las cortinas, ¿para qué servían los hombres? Puede que en épocas anteriores, cuando había muchos osos, la virilidad desempeñada un papel específico e insustituible; pero hacía siglos a los hombres, evidentemente, ya no servían para casi nada. A veces mataban el aburrimiento jugando partidos de tenis, cosa que era un mal menor; pero a veces les parecía útil “hacer avanzar la historia”, es decir, provocar revoluciones y guerras, esencialmente. Además del absurdo sufrimiento que causaban, las revoluciones y las guerras destruían lo mejor del pasado, obligando siempre a hacer tabla rasa para volver a edificar. Si no se inscribía en el curso regular de un avance progresivo, la evolución humana cobraba un cariz caótico, desestructurado, irregular y violento. Los hombres, con su amor por el riesgo y el juego, su grotesca vanidad, su irresponsabilidad, su violencia innata, eran directamente responsables de todo eso. Desde todos los puntos de vista, un mundo compuesto sólo de mujeres sería infinitamente superior; evolucionaría más despacio pero con regularidad, sin retrocesos ni nefastas reincriminaciones, hacia un estado de felicidad común
”
”