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—Espera un momento, Irene. Es que están aquí mis nietecitas pasando el día —dijo Santa y gritó—: ¡Sal de una vez de la cocina, niña, y vete a jugar a la acera o te rompo los morros!
Una voz de niña respondió algo.
—Señor, señor —continuó Santa, tranquilamente, dirigiéndose ya a la señora Reilly—. Son unas niñas muy buenas, pero a veces, ya sabes... ¡Niña! Como no te vayas ahora mismo a jugar a la calle con tu bici te rompo la cara de un bofetón. No cuelgues, Irene, un momento.
La señora Reilly oyó a Santa dejar el teléfono. Luego, una niña gritó, se oyó un portazo y Santa volvió a coger el teléfono.
—Ay, Dios. Sabes, Irene, ¡esa niña no obedece a nadie! Estoy preparando unos spaghetti con salsa y no hace más que jugar con la cazuela. Ojalá las hermanas le zurrasen un poco en el colegio. Mira a Angelo. Tendrías que ver cómo le pegaban las hermanas en el colegio cuando era pequeño. Una hermana le tiró una vez contra el encerado. Por eso Angelo es hoy un hombre tan dulce y tan considerado.
—A Ignatius las hermanas le querían con locura. Era un niño tan rico. Ganaba todas las estampitas porque era el que mejor se sabía el catecismo.
—Pues deberían haberle roto la cabeza a coscorrones.
—Ay, cuando volvía a casa con todas aquellas estampitas —sollozó la señora Reilly—. Nunca pensé que acabaría vendiendo salchichas por la calle a plena luz del día.
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