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De nuevo la imaginería tenía la capacidad para malinterpretarlo todo. Como dijo un crítico llamado John Seeger, «los perros podían ser amables, las vacas podrían necesitar un toro de vez en cuando para seguir siendo productivas, y las estrellas podrían quemarse y apagarse». Seeger advertía de los peligros de permitir que los modelos de gestión empresarial «sustituyan el análisis y el sentido común». Solo porque una teoría tenga elegancia y sencillez «no está garantizado que sea cuerdo utilizarla».[16] Tuvieron que transcurrir años, hasta 1980, antes de que se produjera un verdadero avance en la estrategia empresarial en el seno de las escuelas de economía y empresariales. Michael Porter, que contaba con la habitual formación en ingeniería y un curioso entusiasmo por los deportes competitivos, entró en el programa de MBA de Harvard, donde aprendió la «filosofía holística y multidimensional de la política empresarial». De un modo un tanto extraño, luego se dedicó a estudiar el doctorado en economía empresarial. Uno de los cursos que recibió versaba sobre organización industrial. Esta era la parte de la economía más proclive a la estrategia empresarial porque en ella se estudiaban las situaciones de competitividad imperfecta. En un estado de competitividad perfecta, que era el postulado en el que la teoría económica se había desarrollado desde siempre, las elecciones disponibles para los consumidores y vendedores creaban un potencial equilibrio en torno a un precio concreto. Por definición, la competitividad perfecta no permitía que hubiera espacio para que una empresa particular tuviera una estrategia especial y exitosa. La competitividad más imperfecta sería un monopolio absoluto donde un único proveedor podía fijar el precio, y también dejaría poco espacio para cualquier estrategia. Los oligopolios tenían algunas opciones, porque no estaban completamente constreñidos por el mercado sino afectados por los movimientos de sus competidores. El oligopolista tenía que ser estratega, porque debía anticiparse a esos movimientos. No había ninguna ley que pudiera gobernar esa situación, y por eso Herbert A. Simon decía que el oligopolio era «el escándalo permanente e imposible de erradicar de la teoría económica».[17] Para los economistas, la cuestión que se planteaba era por qué ciertos mercados se desviaban de los modelos estandarizados de la perfecta competitividad. Los beneficios deberían ser más que suficientes para animar la empresa, pero ciertas industrias eran extraordinariamente rentables. Esto se debía a una falta de presión competitiva, que era el resultado de las «barreras de entrada»: las dificultades a las que se hace frente cuando se intenta establecer una nueva posición en un mercado.
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