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Galopa el sudario de la noche un caballo enfebrecido que, llevado por los diablos, bufa y escupe el alma por sus temblorosos ollares. Tan rápida es su carrera que los cascos apenas hollan el suelo. Cabalga la bestia un hombre, las riendas sujetas con fuerza en una mano, mientras con la otra aprieta contra su pecho el cuerpo pálido de su hijo.
El infante, con los miembros descompuestos en un fajo de carne blanda que vibra y se descoyunta en el infernal galope, vuelve los ojos dilatados hacia la espesura de la oscuridad. Porque en el corazón de las tinieblas distingue lo que nadie ve, oye lo que nadie percibe: los rasgos feroces, la voz lúgubre del rey de los elfos que con fúnebre avidez lo llama hacia sí.
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