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Oírla gritar su nombre le hizo perder totalmente el control. El calor que lo envolvía le hizo entrar en combustión, inflamándose como aceite en una lámpara. Le hormigueaba la espalda y los testículos los tenía tan tensos que parecían a punto de estallar. Erinni lo mantenía preso con su sexo mientras le cubría el rostro con besos desesperados, y le rodeaba el cuello con los brazos.
Dayan se aferró a ella cuando la llenó tan profundamente como le fue posible.
Por un instante, imaginó a Erinni a su lado en la cama todas las noches, en su casa, con su hijo creciendo en el vientre. Aquel pensamiento destrozó su control y el orgasmo se apoderó de él. Con aquella imagen en su mente, su cuerpo se quebró e inundó con su semen el útero de Erinni.
Después del último estremecimiento recuperó la razón. Aquella era una fantasía ridícula por múltiples razones. La primera de las cuales era que él no se fiaba de ninguna mujer, ni siquiera de Erinni.
Ella se dejó caer sobre él y, aunque no debiera, disfrutó de sentir los latidos de su corazón, y el cuerpo saciado y relajado de la sanadora. Le pasó la mano por la húmeda espalda, tranquilizándola con la caricia.
–¿Estás bien, cariño?
Ella asintió con la cabeza y rodó sobre la cama para sentarse en el borde. Parecía confundida y algo asustada.
–¿Te levantas ya?
–Tengo cosas que hacer. Está a punto de amanecer, y he de lavarme y prepararme. Hoy tengo que examinar a las esclavas del harén del gobernador.
–Puedo hablar con el cirujano y hacer que alguien te sustituya.
–¡No! –Se giró para mirarlo con ojos enfurecidos–. ¡Ni se te ocurra interferir en mi trabajo, Dayan!
–Sólo era una sugerencia –exclamó él levantando las manos en señal de rendición. No quería discutir. Se dio de bofetadas. No hacía más que meter la pata con esta mujer. ¿Por qué era tan difícil y diferente a las demás? Porque era una mujer acostumbrada a tomar sus propias decisiones–. Espera.
Ella se giró cuando intentaba levantarse, y él se tiró sobre la cama, agarrándola por la cintura con un brazo, tirando de ella y aprisionándola entre la cama y su cuerpo.
–Lo siento –susurró sobre sus labios–. No era mi intención ofenderte.
Ella hizo un mohín que enmascaró una sonrisa. Dayan le gustaba cada vez más. Sí, era el típico hombre que creía que debía dirigir la vida de una mujer, pero aceptaba sus errores cuando los cometía, pedía disculpas e intentaba arreglarlo. Era mucho más de lo que hacían la mayoría de hombres.
–Es mi trabajo, Dayan. Mi responsabilidad.
–Lo sé. Pero me gustaría poder… –Dayan se calló a tiempo. No quería cuidar de ella. Eso era una estupidez–. Me gustaría tenerte en mi cama un poco más, eso es todo.
–Me tendrás esta noche –suspiró–. Ahora tengo que irme.
–De acuerdo.
Le dio un rápido beso en los labios y se apartó de ella de un salto, dejándola libre. Parecía un chiquillo travieso, feliz porque le habían prometido un postre bien dulce.
(Dayan y Erinni. Capítulo 7, parte C.)
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