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Para detener la amenaza de verdaderas nubes de contrabandistas extranjeros, España encontró por fin un medio bastante eficaz: la puesta en servicio de buques guardacostas que registraban sin muchas contemplaciones, a partir de 1715, a cualquier buque extranjero sospechoso de contrabando y lo capturaban si, a su juicio, el delito fiscal quedaba probado. Ni las protestas diplomáticas inglesas ni los escuadrones navales británicos apostados en el Caribe lograron neutralizar a los guardacostas. El poderoso lobby de comerciantes y navieros logró convencer al Parlamento, al gobierno y a la, opinión pública británica de que cuando cualquiera —y sobre todo si «el ofensor» es hispano— toca el pelo de la ropa a un súbdito o un buque inglés queda mancillado el honor del Imperio británico y amenazado este en sus fundamentos; entonces comenzó (1739) la primera guerra que enfrentaría a España e Inglaterra por motivos estrictamente americanos. Nuestros historiadores tienden a llamarla, por su duración, la guerra de los nueve años; los anglosajones le dan un nombre más significativo: «guerra de la oreja de Jenkins», por el nombre de un capitán que se presentó en el Parlamento asegurando que un oficial español le había cortado una oreja —mientras ocultaba ambas, al parecer intactas, bajo su peluca—.
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