Bella Y La Bestia Quotes

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-Y asĂ­ es como le dices al mundo que las cosas no son siempre lo que parecen- concluyĂł el Ancestral-. Que hay humanos que parecen monstruos, y monstruos que parecen humanos;
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Laura Gallego (Por una rosa)
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—Parece muy simpática. —Sí, es simpática. —Es muy guapa —dijo mamá. —Sí, ya lo sé —contesté—. Somos como la Bella y la Bestia.
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R.J. Palacio (Wonder)
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Los dos machos eran altos, las alas plegadas sobre cuerpos poderosos, musculosos, cubierto de cuero oscuro, armaduras que me recordaron las escamas de algunas bestias con formas de serpientes. Los dos llevaban espadas largas idénticas, con hojas simples y muy bellas tal vez no debería haberme por la ropa elegante después de todo. El que era tan solo un poco más grande, la cara en sombras, soltó una risita y dijo: —Vamos, Feyre, no mordemos. A menos que nos pidas que lo hagamos, claro. –Capítulo 16, pág. 16
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Sarah J. Maas (A Court of Mist and Fury (A Court of Thorns and Roses, #2))
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-De acuerdo, pues vuelve a hacerlo. Se me hace raro conversar con un zorro. -Dijo el hombre-bestia
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Laura Gallego
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latinos conservados. El verdadero éxito de la palabra llegó cuando la rescataron varios humanistas a partir de 1496 y cuando más tarde se extendió por todas las lenguas romances. Durante siglos, ha seguido viva y su uso se ha extrapolado a otros ámbitos. Ya no se aplica solo a la literatura; ni siquiera solo a la creación; para mucha gente, un clásico no es más que vocabulario futbolístico. Es cierto que hablar de «clásicos» implica utilizar una terminología de origen clasista, como su propio nombre indica. El concepto nos llega desde una época que lanzaba una mirada jerárquica sobre el mundo, imbuida por arrogantes nociones de privilegio, como casi todas las épocas, por otra parte. Sin embargo, hay algo conmovedor en el hecho de considerar las palabras una forma —aunque sea metafórica— de riqueza, frente a la siempre avasalladora soberanía de la propiedad inmobiliaria y del dinero. De la misma manera que las estirpes de los ricos, los clásicos no son libros aislados, sino mapas y constelaciones. Italo Calvino escribió que un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lea aquel reconoce enseguida su lugar en la genealogía. Gracias a ellos descubrimos orígenes, relaciones, dependencias. Se esconden unos en los pliegues de otros: Homero forma parte de la genética de Joyce y Eugenides; el mito platónico de la caverna regresa en Alicia en el País de las Maravillas y Matrix; el doctor Frankenstein de Mary Shelley fue imaginado como un moderno Prometeo; el viejo Edipo se reencarna en el desgraciado rey Lear; el cuento de Eros y Psique, en La Bella y la Bestia; Heráclito en Borges; Safo en Leopardi; Gilgamesh en Supermán; Luciano en Cervantes y en La guerra de las galaxias; Séneca en Montaigne; las Metamorfosis de Ovidio en el Orlando, de Virginia Woolf; Lucrecio en Giordano Bruno y Marx; y Heródoto en La ciudad de cristal, de Paul Auster. Píndaro canta: «Sueño de una sombra es el ser humano». Shakespeare lo reformula: «Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra breve vida está circundada por el sueño». Calderón escribe La vida es sueño. Schopenhauer entra en el diálogo: «La vida y los sueños son páginas del mismo libro». El hilo de las palabras y las metáforas atraviesa el tiempo, ovillando las épocas. El problema, para algunos, es la llegada a los clásicos. Incrustados en los programas escolares y universitarios, se han convertido en lecturas obligatorias. Corremos el riesgo de percibirlos como imposiciones que nos ahuyentan. En La desaparición de la literatura, Mark Twain proponía una definición irónica: «Clásico es un libro que todo el mundo quiere haber leído pero nadie quiere leer». Pierre Bayard toma prestada esa veta de humor para su ensayo Cómo hablar de los libros que no se han leído. Allí analiza los resortes que nos impulsan a la hipocresía lectora. Por el miedo infantil a defraudar, para no quedar excluidos de una conversación, jugando de farol en un examen, decimos que sí, casi sin
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Irene Vallejo (El infinito en un junco)
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X. -No queda, pues, ¡oh, Adimanto! -dije-, más que un pequeñísimo número de personas dignas de tratar con la filosofía; tal vez algún carácter noble y bien educado que, aislado por el destierro, haya permanecido fiel a su naturaleza filosófica por no tener quien le pervierta; a veces en una comunidad pequeña nace un alma gran­de que desprecia los asuntos de su ciudad por conside­rarlos indignos de su atención; y también puede haber unos pocos seres bien dotados que acudan a la filosofía movidos de un justificado desdén por sus oficios. A otros los puede detener quizá el freno de nuestro com­pañero Téages, que, teniendo todas las demás condi­ciones necesarias para abandonar la filosofía, es deteni­do y apartado de la política por el cuidado de su cuerpo enfermo. Y no vale la pena de hablar de mi caso, pues son muy pocos o ninguno aquellos otros a quienes se les ha aparecido antes que a mí la señal demónica. Pues bien, quien pertenece a este pequeño grupo y ha gustado la dulzura y felicidad de un bien semejante y ve, en cambio, con suficiente claridad que la multitud está toca y que nadie o casi nadie hace nada juicioso en polí­tica y que no hay ningún aliado con el cual pueda uno acudir en defensa de la justicia sin exponerse por ello a morir antes de haber prestado ningún servicio a la ciu­dad ni a sus amigos, con muerte inútil para sí mismo y para los demás, como la de un hombre que, caído entre bestias feroces, se negara a participar en sus fechorías sin ser capaz tampoco de defenderse contra los furores de todas ellas... Y, como se da cuenta de todo esto, per­manece quieto y no se dedica más que a sus cosas, como quien, sorprendido por un temporal, se arrima a un pa­redón para resguardarse de la lluvia y polvareda arras­tradas por el viento; y, contemplando la iniquidad que a todos contamina, se da por satisfecho si puede él pasar limpio de injusticia e impiedad por esta vida de aquí abajo y salir de ella tranquilo y alegre, lleno de bellas es­peranzas. -Pues bien -dijo-, no serán los menores resultados los que habrá conseguido al final. -Pero tampoco los mayores -dije- por no haber en­contrado un sistema político conveniente; pues en un ré­gimen adecuado se hará más grande y, al salvarse él, sal­vará a la comunidad.
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Plato (La RepĂşblica)
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Pero solo tengo ganas de tener sexo con él porque no me relaciono con casi nadie más. Como lo de la Bella y la Bestia, pero un poco más de gráfico y menos furro.
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Myriam M. Lejardi (Del amor y otras pandemias)
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El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral. Son muy pocos sus años para que el dolor haya marcado aún el navajazo del cinismo —o de la resignación— en su cara, y su cara tiene una bella e ingenua expresión estúpida, una expresión de no entender nada de lo que pasa. Todo lo que pasa es un milagro para el gitanito, que nació de milagro, que come de milagro, que vive de milagro y que tiene fuerzas para cantar de puro milagro
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Camilo José Cela (La colmena)
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-Bestia siempre será lo que es..., una bestia. Es Bella la que al fin le ama a pesar y por encima de ello y por eso lo ve como un príncipe -Eso no es cierto. -Mascullé, medio convencida de ello. -¿Tú crees? -su constante incertidumbre me abrumaba. -No lo creo, ¡es así! -continué siguiendo aquella conversación que cada vez me gustaba más. -Disney te tiene el seso absorbido -afirmó, llevándose el dedo índice hacia la sien antes de dar un par de toquecitos en esa zona.- ¿nunca has pensado en el mensaje que se esconde tras la historia? Se convierte en príncipe simplemente para que los niños entiendan que la belleza está en el interior pero Bestia tiene una naturaleza salvaje y es Bella la que termina enamorándose de él sin importarle su aspecto ni lo que piensen los demás. El amor puro no tiene rostro, Haley. No tiene cara. Para ti, el aspecto de tu príncipe será uno y para otra mujer será otro porque cada uno de nosotros vemos la belleza en algo diferente.
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EstefanĂ­a Yepes (El Ăşltimo llanto de los delfines)