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Con el tiempo, acabaron enfrentándose en las densas junglas nueve países y doscientas tribus étnicas, cada una con sus antiguas alianzas y sus conflictos no resueltos. Si solo se hubieran visto implicados los ejércitos, lo más probable es que el conflicto del Congo se hubiera extinguido sin más. Congo tiene una extensión mayor que Alaska y es tan poco denso como Brasil, pero por carretera es incluso menos accesible que cualquiera de estos dos países, así que no es un lugar ideal para una guerra prolongada. Además, sus habitantes son pobres, y no pueden permitirse el lujo de ir a luchar si no hay dinero de por medio. Aquí es donde entran el tantalio, el niobio y la tecnología móvil. No es que pueda imputarse una responsabilidad directa, desde luego. Es obvio que no fueron los teléfonos móviles quienes provocaron la guerra, sino los odios y los rencores. Pero también es evidente que la llegada de dinero perpetuó la contienda. Congo posee el 60 por ciento de las reservas mundiales de los dos metales, que aparecen mezclados en un mineral llamado coltán. Cuando el mercado de los móviles despegó (las ventas saltaron de prácticamente cero en 1991 a más de mil millones en 2001), el hambre de Occidente por el mineral se hizo tan intenso como el de Tántalo, y el precio del coltán se multiplicó por diez. Quienes lo compraban para los fabricantes de teléfonos no preguntaban de dónde provenía, ni siquiera les importaba, y los mineros congoleños no tenían ni idea del uso que se le daba a la mena, solo sabían que los blancos la pagaban bien y que ellos podían usar el dinero para financiar sus milicias favoritas. Curiosamente, el tantalio y el niobio resultaron ser tan ponzoñosos porque el coltán era democrático. A diferencia de los tiempos en que unos impúdicos belgas controlaban las minas de diamantes y de oro del Congo, el coltán no lo controlaba ningún conglomerado empresarial; además, para extraerlo no hacían falta retroexcavadoras ni volquetes. Cualquiera que dispusiera de una pala y una buena espalda podía sacar unos cuantos kilos de mena de los lechos de los torrentes (se parece a un lodo denso). En unas pocas horas, un granjero podía ganar veinte veces más que su vecino en todo un año, así que a medida que los beneficios se inflaban, los hombres abandonaban sus granjas para dedicarse a la prospección. Esto trastornó la provisión de alimentos en el Congo, ya de por sí frágil, y la gente comenzó a cazar gorilas para comer su carne, hasta casi acabar con ellos, como si fueran búfalos. Pero las muertes de los gorilas no son nada comparadas con las atrocidades humanas. Cuando el dinero entra a espuertas en un país sin gobierno, no pasa nada bueno. Del país se apoderó una forma brutal de capitalismo en la que todo estaba en venta, incluidas las vidas humanas. Aparecieron por doquier «campamentos» vallados con prostitutas esclavizadas, y se ofrecieron innumerables recompensas por pasar a alguien a cuchillo.
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Sam Kean (The Disappearing Spoon: And Other True Tales of Madness, Love, and the History of the World from the Periodic Table of the Elements)