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Hay a todas horas en el mundo una incógnita que ha de despejarse, una X, una grande X que desafía todos los recursos del álgebra.
Quería la esfinge antigua que no hubiera respuesta.
Hay una respuesta, y podemos matar a la esfinge.
¿Qué hacer para adivinarla?
¿Se aproxima un pobre en demanda de hospitalidad?
¡Si fuese el ángel del Señor!
Pero, también, ¡si fuese un asesino!
¿Qué hacer para adivinarlo?
¿Es menester un esfuerzo mental, un acto asombroso de inteligencia?
No, he ahí el secreto.
Adivinar, es amar.
Preguntad a cuantos han amado cómo lo han hecho. Han amado, ahí está todo.
La inteligencia, entregada a sí misma, se lanza a navegar por un océano de pensamientos. Se plantea ante ella el problema de la vida, y, si la aguja imantada ha perdido la ciencia del norte, si la brújula está loca, puede muy bien llegar la inteligencia, prácticamente, a la duda; teóricamente, a la fatalidad.
La esfinge antigua, es la inteligencia impotente concluyendo en la desesperación y precipitándose en la muerte.
Mejor sabe el amor su camino. Prácticamente, llega a la luz; teóricamente, a la justicia.
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