“
Boris Souvarine, hombre clave en el gran éxito del bolchevismo, que ha sido y es la conquista de París como centro de la propaganda comunista, fundador del PCF y que conoció personalmente a Lenin antes de convertirse en uno de los grandes anticomunistas de la historia, expresó así su propia experiencia: Los bolcheviques han heredado esta concepción (la del terrorismo del «hombre nuevo» que teorizaron Netchaev, Bakunin y Chernichevski, retrató Dostoievski en Los demonios y asumió Lenin), adaptándola a sus necesidades y a su época. Para ellos, el mundo se divide en dos: el partido y los demás. Ser expulsado del partido equivale a ser arrojado del planeta. Para permanecer en su seno están dispuestos a todas las bajezas, de acuerdo con su moral amoral; dispuestos a envilecerse, a darse golpes de pecho en público con reservas mentales, a delatarse mutuamente, a jurar obediencia y sumisión perinde ac cadaver, sin perjuicio de reanudar sus maquinaciones tan pronto como les sea posible. El «hombre nuevo» del comunismo está tomado, evidentemente, del «hombre nuevo» del cristianismo. Por eso tantos cristianos y judíos, cuya conciencia de culpa proviene de un airado Jehová o del Pecado Original —que es el origen de clase, burgués o pequeñoburgués, de sus militantes—, se sienten teológicamente en casa al avistar el paraíso social, el comunismo. Hay que sacrificarse, hacer penitencia para merecerlo. Pero el partido tiene una ventaja sobre el Evangelio: obliga a hacer penitencia a los demás. Este aspecto, a la vez expiatorio y coercitivo, masoquista y sádico, otorga un aura especial al militante: la de los inquisidores y los monjes guerreros, que pueden ser también procesados por herejes o caer víctimas de los infieles, pero cuya salvación personal está asegurada por la lucha para la e
”
”