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Demonio de Ángel, yo pagué el precio de tu ardiente fantasía. Allí pasé a ser lo que soy: un medicucho que explora, día a día, la vagina de tus virgenes. Desangrar virgenes ha sido mi ocupación durante años. De tu hermosa Virgen del Quinche, aborreceré cada día más el cuerno sin raíz en el que asienta su castidad. Al diablo con la castidad, pues la castidad la hago yo con mis tenazas. Aborrezco los prostíbulos con olor a sacristía, las iglesias con ambiente de prostíbulo. De tu misteriosa Virgen del Dedo, aborreceré siempre aquel gesto obsceno que parece ocultarse tras las sedas de su manto celestial. De esta Virgen sensual, provocativa, sólo me queda la imagen de sus grandes senos ocultando un corazón de vidrio rojo. Un corazón donde tus parientes, año tras año, refriegan tontamente sus penurias. De tu agresiva Virgen de la Ciudad, aborrecerá toda mi vida esa capacidad de disolverse como un arcángel en las sombras del callejón más cercano. Reina con alas de cemento durante el día, puta crepuscular que visita los bajos de mi casa a media noche. Aborrezco a todas estas virgenes que recorren la ciudad como fantasmas, exhibiendo sus impudicias, disimulando en pan de oro su condena madre. Apenas ha cesado la vida en sus entrañas, cuando ya comienzan a hilar las venas de sus vientre en silencio. No hay perdón, ni solución posible. De todas estas virgenes, sin embargo, yo bebo la sangre que despiden, alimentando así la avidez de mi sótano con sus pozos pestilentes. De todas estas putas, de todas estas potrancas que habitan los altares de la ciudad, las casas decentes como tú dirías, yo voy acumulando con sabor a muerte las monedas, los billetes, que justifican mi desgracia. Maldigo la hora en que te conocí, Angelote, pues ahí nació mi desgracia. Maldigo tu nefasta influencia, aunque ahora ya sea demasiado tarde. Maldigo el día en que, por primera vez, puse mis manos sobre el vientre de una mujer, puesto que esa mujer pudo haber sido mi madre.
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