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Jahvé, el Dios judaico, empezó siendo un dios entre otros muchos, el dios del pueblo de Israel, revelado entre el fragor de la tormenta en el monte Sinaí. Pero era tan celoso, que exigía se le rindiese culto a él solo, y fue por el monocultismo como los judíos llegaron al monoteísmo. Era adorado como fuerza viva, no como entidad metafísica, y era el dios de las batallas. Pero este Dios, de origen social y guerrero, sobre cuya génesis hemos de volver, se hizo más íntimo y personal en los profetas, y al hacerse más íntimo y personal, más individual y más universal, por tanto. Es Jahvé, que no ama a Israel por ser hijo suyo, sino que le toma por hijo, porque le ama (Oseas, XI, 1). Y la fe en el Dios personal, en el Padre de los hombres, lleva consigo la fe en la eternización del hombre individual, que ya en el fariseísmo alborea, aun antes de Cristo. La cultura helénica, por su parte, acabó descubriendo la muerte, y descubrir la muerte es descubrir el hambre de inmortalidad. No aparece este anhelo en los poemas homéricos, que no son algo inicial, sino final; no el arranque, sino el término de una civilización. Ellos marcan el paso de la vieja religión de la Naturaleza, la de Zeus, a la religión más espiritual de Apolo, la de la redención. Mas en el fondo persistía siempre la religión popular e íntima de los misterios eleusinos, el culto de las almas y de los antepasados. «En cuanto cabe hablar de una teología délfica hay que tomar en
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Miguel de Unamuno (Del sentimiento trágico de la vida (El libro de bolsillo - Bibliotecas de autor - Biblioteca Unamuno) (Spanish Edition))