“
Con los países pobres ocurre lo mismo que ocurre con los pobres de cada país: los medios masivos de comunicación sólo se dignan echarles una ojeada cuando ofrecen alguna desgracia espectacular que puede tener éxito en el mercado. ¿Cuántas personas deben ser destripadas por guerra o terremoto, o ahogadas por inundación, para que algunos países sean noticia y aparezcan por una vez en el mapa del mundo? ¿Cuántos espantos debe acumular un muerto de hambre para que las cámaras lo enfoquen por una vez en la vida? El mundo tiende a convertirse en el escenario de un gigantesco reality show. Los pobres, los desaparecidos de siempre, sólo aparecen en la tele como objeto de burla de la cámara oculta o como actores de sus propias truculencias. El desconocido necesita ser reconocido, el invisible quiere hacerse visible, busca raíz el desarraigado. Lo que no existe en la televisión, ¿existe en la realidad? Sueña el paria con la gloria de la pantalla chica, donde cualquier espantapájaros se transfigura en galán irresistible. Con tal de entrar en el olimpo donde los teledioses moran, algún infeliz ha sido capaz de pegarse un tiro ante las cámaras de un programa de entretenimientos. Últimamente, la llamada telebasura está teniendo, en unos cuantos países de América latina, tanto o más éxito que las telenovelas: la niña violada llora ante el periodista que la interroga como si la violara otra vez; este monstruo es el nuevo hombre elefante, miren, señoras y señores, no se pierdan este fenómeno increíble: la mujer barbuda busca novio; un señor gordo dice estar embarazado. Hace treinta y poco años, en Brasil, ya los concursos del horror convocaban multitudes de candidatos y ganaban enormes teleaudiencias: ¿Quién es el enano más bajito del país? ¿Quién es el narigón de nariz más larga, que la ducha no le moja los pies? ¿Quién es el desgraciado más desgraciado de todos? En los concursos de desgraciados, desfilaba por los estudios la corte de los milagros: la niña sin orejas, comidas por las ratas; el débil mental que había pasado treinta años encadenado a la pata de una cama; la mujer que era hija, cuñada, suegra y esposa del marido borracho que la había dejado inválida. Y cada desgraciado tenía su hinchada, que desde la platea gritaba, a coro:
-¡Ya ganó! ¡Ya ganó!
”
”