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La abuela se ha acabado. Le da igual que rompamos todos los geranios de la terraza a balonazos, que nos sentemos en los sofás y tiremos los tapetes de ganchillo o estropeemos una vez más el mecanismo de aquel extraño dispensador de cigarrillos. Cuando estamos allí de visita nos persigue a mí y mi madre –vámonos!—dice. La abuela se ha acabado pero su tiempo sigue vivo. Mientras le corto el pelo al abuelo o paso una escoba ella me pellizca, dice que ya está limpio, que no siga, y luego me mira con un gesto serio que por un segundo me hace sentir como un niño regañado e insiste en que nos vayamos, que hay que ir a ver a su padre, a su tía, a mamá, porque el bebé estuvo llorando toda la noche y debe tener frío y estar enfermo. Y en este punto se aflige y da tres o cuatro vueltas y sufrimos todos mientras la vemos que hace sin deshacer y deshace lo que no está hecho todavía.
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