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— Dichosa edad y siglos dichosos aquĂ©llos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivĂan ignoraban estas dos palabras de tuyo y mĂo. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes rĂos, en magnĂfica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecĂan. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su repĂşblica las solĂcitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interĂ©s alguno, la fĂ©rtil cosecha de su dulcĂsimo trabajo. Los valientes alcornoques despedĂan de sĂ, sin otro artificio que el de su cortesĂa, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rĂşsticas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; aĂşn no se habĂa atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella, sin ser forzada, ofrecĂa, por todas las partes de su fĂ©rtil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseĂan. Entonces sĂ que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la pĂşrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebĂa, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No habĂa la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios tĂ©rminos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aĂşn no se habĂa sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no habĂa quĂ© juzgar, ni quiĂ©n fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdiciĂłn nacĂa de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allĂ, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyĂł la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huĂ©rfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacĂ©is a mĂ y a mi escudero; que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavĂa, por saber que sin saber vosotros esta obligaciĂłn me acogistes y regalastes, es razĂłn que, con la voluntad a mĂ posible, os agradezca la vuestra.
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