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La última vez que John Weston vio a su hijo con vida fue una helada tarde de la primera semana de marzo en la que, mientras ambos charlaban a la entrada del garaje, su nieta hacía un muñeco de nieve. Antes de marcharse, le dio una paternal palmadita en el hombro y prometió que volverían a verse pronto. Y así fue. Menos de cuarenta y ocho horas más tarde, lo vio muerto, tendido en una camilla con una bala de pequeño calibre en la cabeza. John se ahorró el horror de ver a su nieta en un estado parecido, pero la razón de ello apenas podía consolarlo. La niña de cinco años, Betsy Weston, y su madre habían desaparecido.
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