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Cada vez que los cristianos empezando por los Apóstoles, discuten con franqueza y diálogo, y no fomentando traiciones ni camarillas internas, siempre comprenden qué es lo que hay que hacer, gracias a la inspiración del Espíritu Santo. El primer Concilio de Jerusalén, estableció, tras no pocas fricciones, las pocas y sencillas reglas que los nuevos conversos al Evangelio debían observar. El problema es que antes se había encendido una lucha intestina entre los llamados cerrados —un grupo de cristianos muy apegados a la ley, que querían imponer las condiciones del judaísmo a los nuevos cristianos—, y Pablo de Tarso, apóstol de los paganos, totalmente contrario a esa constricción. ¿Cómo resuelven el problema? Se reúnen, y cada uno da su opinión. Discuten, pero como hermanos y no como enemigos. No forman grupitos para vencer, no van a los poderes civiles para imponerse, no matan para ganar. Buscan el camino de la oración y del diálogo. Y así, los que estaban en posiciones opuestas, dialogan y se ponen de acuerdo. ¡Eso es obra del Espíritu Santo! La decisión final se toma en concordia. Y, sobre esa base, se escribe la carta que, al final del Concilio, se enviará a los hermanos que provengan de los paganos, en la que lo que se comunica es fruto de un acuerdo entre diversas maniobras y estratagemas que sembraban cizaña. Una Iglesia donde nunca haya problemas de ese tipo me lleva a pensar que el Espíritu quizá no esté tan presente. Y en una Iglesia donde siempre se discute y hay grupúsculos donde se traicionan los hermanos unos a otros, ¡ahí no está el Espíritu!
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