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Instintivamente nos sentimos inclinados a amar lo que nos causa placer y ¿hay algo que más gozo pueda proporcionarnos que un rostro hermoso, por lo menos cuando no sabemos nada en desdoro de su poseedor?
Una niña ama a su pajarito... ¿Por qué? Porque vive y siente; porque es tan incapaz de defenderse como de causar daño. Sin embargo, el sapo también vive y siente, y es igualmente indefenso e inofensivo, pero, aunque ella no se sienta inclinada a causar al animal ningún mal, tampoco lo ama como al pájaro, de graciosa figura, suave plumaje y ojos brillantes y parlanchines.
La mujer amable y bella es elogiada por ambas cualidades, pero en especial por la segunda; si, por el contrario, es desagradable de rostro y carácter, su fealdad será considerada poco menos que un crimen, ya que para el observador común esta es la peor ofensa, mientras que si es de aspecto vulgar y bondadoso corazón, nadie se entera de estas cualidades, excepto los que la tratan íntimamente. Otros, en cambio, se formarán encontradas opiniones sobre su ineligencia y su carácter, aunque sea tan solo por disculpar la instintiva repulsión que experimentan por quien tan poco tiene que agradecer a la naturaleza, sucediendo el caso opuesto cuando el exterior hermoso oculta un corazón perverso, pues la así dotada consigue que se le toleren defectos y flaquezas que a otra no se le consentirían.
Las que poseen belleza, que se sientan agradecidas de tal don y hagan buen uso de él, como si se tratara de una cualidad intelectual; las que no la poseen, que se consuelen y hagan cuanto puedan sin ella.
La belleza, aunque susceptible de ser sobrevalorada, es un don divino, que no debe despreciarse.
Esto lo comprenderán bien todos aquellos que han experimentado la sensación de amar y cuyos corazones les dicen que son dignos de ser amados nuevamente; mientras que la falta de esta o cualquier otra condición superficial, puede hacerlos absolutamente incapaces de dar y recibir esa felicidad que parecen destinados a sentir y comunicar a los demás.
Mal obraría la humilde luciérnaga despreciando esa facultad de producir luz sin la cual la mosca pasaría volando un y mil veces por su lado, sin detenerse jamás a descansar junto a ella. La luciérnaga oiría el rumor de las alas de la mosca, por encima, a su alrededor, y en vano trataría de dar a conocer su presencia, careciendo de los medios para que aquella fuese advertida, sin voz para llamarla, sin alas para perseguirla... Y finalmente, cansada de aletear, la mosca buscaría otro compañero, dejando a la luciérnaga vivir y morir sola.
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