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Hasta mediados de 1915, las animosas multitudes de voluntarios habían excedido en mucho a nuestra capacidad para equiparlos y organizarlos. Habían acudido ya libremente más de tres millones de hombres que representaban lo que había de mejor y más fuerte en el patriotismo de la nación británica. Pero, hacia el verano de 1915, las salidas fueron ya superiores a las entradas y resultó evidente que no podría mantenerse en campaña en 1916 un ejército de 70 divisiones y menos aún de 100, sin adoptar medidas completamente nuevas. La escuela liberal pura, capitaneada por el primer ministro, era partidaria de hacer nuevos esfuerzos con la reclutación voluntaria, pero la mayor parte de los ministros conservadores, apoyados por mister Lloyd George, y también por mí hasta mi salida del Gobierno, estaban convencidos de que era inevitable el servicio obligatorio inmediato. Por entonces, lord Kitchener, orgulloso con razón de la admirable respuesta que habían encontrado sus sucesivos llamamientos de voluntarios, se inclinaba en aquella época del lado de mister Asquith y hacía pesar la balanza contra la adopción del servido militar obligatorio. Pero la guerra seguía su curso sin compasión y, ya en enero de 1916, bajo la fuerza imperiosa de las circunstancias, la crisis del Gabinete sobre el asunto del reclutamiento se renovó violentamente, siendo entonces reforzada la cruel necesidad de los hechos por un movimiento de opinión de carácter moral que excitó el apasionamiento de grandes masas de la población. Habían partido voluntariamente tres millones y medio, pero no eran bastantes. ¿Habían de volver al frente en virtud de su compromiso voluntario, cualquiera que fuese el número de veces que resultaran heridos? ¿Habían de empujarse a la lucha voluntarios maduros, debilitados y quebrantados, mientras cientos de miles de jóvenes robustos vivían en lo posible su vida ordinaria? ¿Había de obligarse a continuar a los ciudadanos del ejército territorial y a los soldados del ejército regular, cuyos compromisos habían expirado, mientras otros que no habían hecho ningún sacrificio no eran obligados siquiera a iniciarlos? De tres millones y medio de familias cuyo amado sostén, cuyo héroe, lo estaba sacrificando todo libremente para la causa de su país, familias que representaban los elementos más sanos sobre los que descansaba la vida entera de la nación, surgió la petición de que no se dilatara la victoria ni se prolongara la matanza porque otros rehusaran cumplir con su deber. Al fin, a fines de enero, lord Kitchener cambió de bando y mister Asquith tuvo que ceder. Solo un ministro, sir John Simon, dimitió de su cargo, y la ley de reclutamiento fue presentada al Parlamento y aprobada rápidamente por una mayoría aplastante.
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Winston S. Churchill (La crisis mundial. Su historia definitiva de la Primera Guerra mundial 1911-1918)