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¿Por qué se alegró tanto el conde de oír que en aquella cena de Estado no habría asignación de asientos? Desde siempre, y en todas las civilizaciones del mundo, la cabecera de la mesa es una posición privilegiada. Al ver una mesa preparada para un encuentro formal, uno sabe instintivamente que el asiento de la cabecera es más codiciado que los dispuestos a ambos lados, porque le confiere de forma inevitable poder, importancia y legitimidad a su ocupante. Por extensión, uno también sabe que, cuanto más lejos se siente de la cabecera, menos poderoso, importante y legítimo lo considerarán. De modo que invitar a cuarenta y seis líderes de un partido político a cenar alrededor de la periferia de una gran U sin programar la asignación de los asientos equivalía a arriesgarse a que se produjera un desorden considerable. Thomas Hobbes, sin duda, habría comparado la situación con «hombre en estado de naturaleza», y habría aconsejado dar por hecho que se produciría algún tipo de refriega. Nacidos con facultades similares y motivados por deseos parecidos, los cuarenta y seis hombres que iban a asistir tenían el mismo derecho a ocupar cualquier asiento de la mesa. De modo que lo más probable era que hubiese una melé animada, con acusaciones, recriminaciones, tortazos e incluso disparos. John Locke, en cambio, habría argumentado que, una vez que se abrieran las puertas del comedor, tras un breve momento de confusión se impondrían las mejores virtudes de los cuarenta y seis asistentes, y su predisposición a razonar los llevaría a establecer un proceso justo y ordenado para repartirse los asientos. Lo más probable era que los asistentes echaran a suertes la distribución de los asientos, o que sencillamente colocaran las mesas en círculo, como había hecho el rey Arturo para asegurar la equidad entre sus caballeros. Jean- Jacques Rousseau habría metido baza desde mediados del siglo XVIII y habría informado a los señores Locke y Hobbes de que los cuarenta y seis invitados (libres por fin de la tiranía de las convenciones sociales) apartarían las mesas de cualquier manera, tomarían con las manos los frutos de la tierra ¡y los compartirían libremente en un estado de gozo natural! Pero el Partido Comunista no era ningún «estado natural». Más bien todo lo contrario: era una de las construcciones más intrincadas y determinadas jamás concebidas por el hombre. En pocas palabras: la madre de todas las jerarquías. Así pues, cuando llegaron los invitados, el conde estaba convencido de que no habría puñetazos ni monedas lanzadas al aire ni frutos compartidos libremente. Con los mínimos empujones y las mínimas maniobras, cada uno de los cuarenta y seis asistentes encontraría su sitio en la mesa; y esa distribución «espontánea» le aportaría al observador externo cuanto necesitara saber sobre cómo iba a ser el gobierno de Rusia durante los veinte años siguientes.
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