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En el año 1895 tuve el privilegio, como joven oficial, de ser invitado a un lunch con sir William Harcourt. En el curso de una conversación en la que tomé parte, pregunté, temo que no con mucha modestia: «¿Qué sucederá?». El viejo estadista victoriano replicó: «Mi querido Winston, las experiencias de mi larga vida me han convencido de que nunca sucede nada». Desde aquel momento, tal como me parece a mí, nada ha dejado de ocurrir. El aumento por doquier de grandes antagonismos vino acompañado por la agravación progresiva de la contienda política del país. La magnitud que han adquirido por sí mismos los acontecimientos ha empequeñecido los episodios de la época victoriana: sus pequeñas guerras entre grandes naciones, sus disputas de buena fe sobre asuntos superficiales, el alto y agudo intelecto de sus personajes, los límites de acción sobrios, frugales y estrechos, todo esto pertenece a un período desaparecido. Los ríos suaves por los que navegábamos, con sus pequeños remolinos y ondas, parecen inconcebiblemente remotos de la catarata a que hemos sido arrastrados y de las corrientes en cuya turbulencia estamos ahora luchando. Yo cifro el comienzo de estos tiempos violentos en nuestro país desde la incursión de Jameson, en el año 1896. Este fue el heraldo, si no el progenitor, de la guerra sudafricana. De la guerra sudafricana nacieron la elección caqui, el movimiento proteccionista, la campaña sobre la mano de obra china y la consiguiente reacción liberal y su triunfo del 1906. A partir de aquí, se produjeron las violentas incursiones de la Cámara de los Lores sobre el Gobierno popular, que, hacia fines del 1908, había reducido la inmensa mayoría liberal a una virtual impotencia, de cuya condición fue rescatada por la Ley de Presupuestos de Lloyd George en 1909. A su vez, esta medida fue, por ambas partes, la causa de aun mayores provocaciones, y su rechazo por la Cámara de los Lores fue un ultraje constitucional y un desatino político sin parangón. Ello condujo directamente a las elecciones generales de 1910, a la ley o estatuto parlamentario y a la lucha de Irlanda, en la que nuestro país estuvo en el umbral de la guerra civil. De este modo se produjo una sucesión de acciones de partido que continuaron, sin interrupción, cerca de veinte años: cada injuria era devuelta con creces, cada oscilación era más violenta, cada peligro más grave, hasta parecer que tendría que suplicarse la intervención del sable para enfriar la sangre y calmar las pasiones exaltadas.
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Winston S. Churchill (La crisis mundial. Su historia definitiva de la Primera Guerra mundial 1911-1918)