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Conspiranoicos de derechas y de izquierdas, cebados por el resentimiento de los políticos que se quedaron en el camino, como Pablo Castellano, han engordado el delirio de que Felipe fue la continuación del franquismo por otros medios. El descrédito que la transición tiene entre quienes nacimos en la década de 1970 resucita de vez en cuando estos brotes histórico-psicóticos, que cumplen dos funciones: reafirman el odio al felipismo y recubren de lógica un relato que hace aguas. Esta historia —y la historia, en general— es más verosímil como conspiración. Cuesta mucho creer los hechos desnudos: un partido desconocido que apenas había participado en la lucha antifranquista y que la mayoría de los españoles con memoria suponían extinto se convirtió en muy pocos años en un poder incontestable, con un control sobre el Estado superior al de los reyes absolutos. En muchos sentidos, un poder más eficaz que el del propio Franco. Sin una mano negra, este cuento es intragable.
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