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Mi padre trabajó en la fábrica desde los catorce hasta los cincuenta y seis años, cuando le dieron la “jubilación anticipada” sin preguntarle cuál era su opinión, el mismo año que a mi madre (a los cincuenta y cinco años). Ambos fueron rechazados por el sistema que los había explotado sin vergüenza. Él quedó desamparado al encontrarse sin una ocupación; ella estaba bastante feliz de dejar un lugar de trabajo en el que las tareas eran agotadoras —a un nivel inimaginable para quienes nunca han tenido esa experiencia— y donde el ruido, el calor, la repetición cotidiana de gestos mecánicos corroen poco a poco los organismos más resistentes. Estaban cansados, desgastados. Mi madre no había aportado a la jubilación el tiempo suficiente, pues pocas veces sus empleos de trabajadora doméstica habían estado declarados, lo que redujo el monto de su jubilación. Esto recortó severamente sus ingresos. Debieron reinventar su vida como pudieron. Por ejemplo, comenzaron a viajar con mayor frecuencia, gracias a la comisión interna de la fábrica donde había trabajado mi padre. Iban a pasar un fin de semana en Londres, una semana en España o Turquía… No se amaban más que antes, simplemente habían encontrado un modus vivendi, estaban acostumbrados el uno al otro y ambos sabían que sólo la muerte de uno de ellos los separaría.
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