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Algunos pensaron que era una alimaña y corrieron despavoridos, otros creyeron que se trataba de un alienígena y se escondieron detrás de unos arbustos de gamucho. Solo unos pocos sintieron una poderosa hipnosis mientras observaban la inverosímil figura que caminaba por el barrio Pescaíto en la elísea ciudad de Santa Marta, pero únicamente un niño tuvo íntima conexión con el ser, que sin dudarlo, posó sus largas y acuosas extremidades sobre la ardiente mollera del lactante. Tras unos segundos de contacto, el ser innombrable se desvaneció en confines inaprensibles, pero había dejado su signo: un poderosísimo ejército de nutrientes místicos que poco tardaron en refulgir como rayos transmutados en cabellos que emergían de la epidermis que cubría el casco de Carlos Alberto Valderrama, transformándose en médiums hacia lo desconocido. Cada uno de los frondosos rulos que se multiplicaban con sobrenatural rapidez, le servían como instrumentos de percepción extra sensorial, proliferaban como puentes que lo unían con fuerzas trasmundanas. Veinte años después, el heno de su espesa cabellera flameaba por primera vez en una cancha profesional y encandilaba tanto como sus vistosas maniobras, simbiosis que poco tardó en volcar toda la atención del Caribe hacia el humildísimo estadio del Club Deportivo Unión Magdalena. Esa mollera ardiente, el brasero inextinguible de su testa, no era más que un signo inequívoco del encuentro de infancia que se materializaba en la inagotable inteligencia de su juego. Ese día Colombia comenzó a resplandecer, ese día comenzó la historia de un fútbol dorado. De figura ligera y movimientos sobrios, el Pibe se diseminaba en la cancha lanzando precisos y cabales pases con inverosímil naturalidad, como si los vaciara de alguna región profunda de su ser, como si los escogiera de entre un nutrido, selecto y metafísico repertorio. La franqueza de su estampa transformaba cada uno de sus trucos en un refrescante deleite, y nos evocaba la claridad prístina del alto río Magdalena, o el desembarazado garbo de una cumbia nativa de Pocabuy. Fueron veintitrés años en los que una deidad áurea se apropió del tiempo y nos deleitó con la elegancia, gracia y galanura propias del café más exquisito que un mortal pueda jamás paladear. Cada toque de El Pibe, cada pausa, provenía de ese rizoma que conforma su inconfundible cabellera, como si cada una de las asistencias, cada picada de balón, los momentos en que detenía el tiempo, hayan estado contenidos en los exuberantes caminos que trazan sus rulos dorados, antenas que lo conectan con la eternidad.
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