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Matilde habĂa sido siempre fea, trabajadora, decĂan que inteligente. Su familia era muy humilde. A costa de becas y de esfuerzos le habĂan pagado una carrera universitaria. Pero ella tenĂa un tipo refinado, de intelectual nata; un desparpajo natural, una autoridad que encubrĂa cierta timidez muy oculta. A los veintisiete años Matilde no habĂa tenido un solo pretendiente a sus encantos. Muy allĂĄ dentro sabĂa ella que esto no le hubiera importado lo mĂĄs mĂnimo si no existiera esa manĂa, inculcada desde la cuna en las mujeres, de que han nacido para gustar a los hombres, y que si no su vida puede considerarse un puro fracaso.
Matilde no podĂa decir la verdad; no podĂa decir: âNo me interesan lo mĂĄs mĂnimo los asuntos amorososâŠâ Esta verdad encontraba siempre una sonrisa compasiva. Y esta sonrisa compasiva fue la que la hizo sentirse preocupada y amargada por tal asunto. Compuso unas poesĂas muy oscuras, muy intelectualizadas, sobre el ansia del amor carnal -ansia que jamĂĄs habĂa sentido-, ya que el espiritual le parecĂa un poco ridĂculo como tema. Entre su grupo de amigos aquellas poesĂas tuvieron franco Ă©xito. Ahora sabĂa ella que aquellos versos no valĂan nada; que ella no era artista, sino organizadora, constructora. Hasta se avergonzaba al pensar en ello.
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