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Las teorías feministas y queer del último fin de siècle llevaron a cabo un gigantesco esfuerzo de desmantelamiento de la razón patriarcal, del lenguaje colonial y heterosexual que atraviesa toda la filosofía occidental. Extendiendo sus hipótesis críticas a los ámbitos del cuerpo y de la sexualidad, este Manifiesto intentaba utilizar la prótesis más desautorizada (el dildo) para perturbar las tres narrativas modernas del capitalismo patriarcocolonial: el marxismo, el psicoanálisis y el darwinismo. Frente a Marx, la contrasexualidad sitúa la reproducción en el centro de la economía política; frente a Freud, pretende descolonizar y rehabilitar el «fetiche» como tecnología cultural que permite la fabricación de cualquier cuerpo como cuerpo sexual soberano; frente a Darwin, cuestiona el binarismo sexual y la división animal/humano como algo compartido a lo largo de toda la rama así llamada «mamífera» de la evolución. La contrasexualidad es antiedípica y asintónica con respecto a las narrativas del progreso capitalista histórico y de la redención planetaria humanista.
Este Manifiesto puede leerse hoy como una respuesta cómica a los dilemas del esencialismo/constructivismo que acapararon, hasta casi inmovilizarlos, la filosofía, la teoría de género y los discursos antropológicos de finales del siglo XX, pero también como una reacción al psicoanálisis y la psiquiatría normativos que dominaban los foros tanto académicos como terapéuticos destinada a pensar la sexualidad y la liberación política. Habla el lenguaje de todos ellos. Pero lo habla, como Carla Lonzi, escupiendo a la cara Hegel, y de vez en cuando también a las de Freud y Lacan.
Siguiendo los pasos del giro feminista y queer, los ejercicios incluidos en este Manifiesto podrían ser entendidos como una clínica contrasexual. El psicoanálisis parte de la experiencia psicológica y sexual del cuerpo masculino entendido como cuerpo con pene potencialmente penetrante. Poco importa que al pene lo llamen falo. El modelo corporal y político del psicoanalista es la masculinidad blanca heterosexual con pene. Frente a este modelo corporal, el psicoanálisis reduce el dildo a una instancia fálica, a un objeto que permite mantener la ilusión de poder negar la absoluta y ontológica diferencia sexual evitando el complejo de castración. Contra Freud y Lacan, Deleuze y Guattari entendieron la noción de complejo de castración como una de las «construcciones ideológicas» del psicoanálisis. La experiencia política y teórica elaborada por los movimientos queer y trans en los últimos años ha ampliado y radicalizado la propuesta de El Anti-Edipo.
La noción psicoanalítica de castración depende de una epistemología heteronormativa y colonial del cuerpo, de una cartografía anatómica binaria en la que solo hay dos cuerpos y dos sexos: el cuerpo y la subjetividad masculinos, definidos en relación con el pene, un órgano genital (más o menos) extruido, y el cuerpo y la subjetividad femeninos, definidos por la ausencia de pene y por la invaginación; por el supuesto heterosexual de la penetración y el supuesto patriarcal de la reproducción.
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De vuelta del callejón sin salida de la hermenéutica psicoanalítica y de los debates esencialismo/constructivismo, tomé el dildo, un órgano que me era familiar, pero al mismo tiempo seguía siendo extraño, como un fetiche teórico y un arma mutante anticastración. Este artefacto más bien banal parecía realizar una conversión de la sexualidad femenina y lesbiana en otra cosa, algo tan insoportable e incalificable que debía permanecer clandestino hasta en los círculos feminista más sofisticados. Lo curioso es que el dildo resultaba igualmente molesto para mi psicoanalista lacaniana y para mis amigas feministas. Tanto el psicoanálisis como el feminismo nos obligaban a escribir la política del dildo en un minúsculo papel y a ocultarlo secretamente dentro de ese mismo dildo en los muros de la Bastilla del feminismo liberal.
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Paul B. Preciado (Manifiesto Contra-Sexual)