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Ahora es ella quien lo mira divertida, o tierna, o nerviosa, y finalmente le pregunta: —¿Vas a decirme quĂ© te pasa, BenjamĂn? Chaparro se siente morir, porque acaba de advertir que esa mujer pregunta una cosa con los labios y otra con los ojos: con los labios le está preguntando por quĂ© se ha puesto colorado, por quĂ© se revuelve nervioso en el asiento o por quĂ© mira cada doce segundos el alto reloj de pĂ©ndulo que decora la pared prĂłxima a la biblioteca; pero, además de todo eso, con los ojos le pregunta otra cosa: le está preguntando ni más ni menos quĂ© le pasa, quĂ© le pasa a Ă©l, a Ă©l con ella, a Ă©l con ellos dos; y la respuesta parece interesarle, parece ansiosa por saber, tal vez angustiada y probablemente indecisa sobre si lo que le pasa es lo que ella supone que le pasa. Ahora bien —barrunta Chaparro—, el asunto es si lo supone, lo teme o lo desea, porque esa es la cuestiĂłn, la gran cuestiĂłn de la pregunta que le formula con la mirada, y Chaparro de pronto entra en pánico, se pone de pie como un manĂaco y le dice que tiene que irse, que se le hizo tardĂsimo; ella se levanta sorprendida —pero el asunto es si sorprendida y punto o sorprendida y aliviada, o sorprendida y desencantada—, y Chaparro poco menos que huye por el pasillo al que dan las altas puertas de madera de los despachos, huye sobre el damero de baldosas negras y blancas dispuestas como rombos, y reciĂ©n retoma el aliento cuando se trepa a un 115 milagrosamente vacĂo a esa hora pico del atardecer; se vuelve a su casa de Castelar, donde esperan ser escritos los Ăşltimos capĂtulos de su historia, sĂ o sĂ, porque ya no tolera más esta situaciĂłn, no la de Ricardo Morales e Isidoro GĂłmez, sino la propia, la que lo une hasta destrozarlo con esa mujer del cielo o del infierno, esa mujer enterrada hasta el fondo de su corazĂłn y su cabeza, esa mujer que a la distancia le sigue preguntando quĂ© le pasa, con los ojos más hermosos del mundo.
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