“
—No hay un solo pueblo que haya organizado su vida según los principios de la razón y la ciencia. No ha habido nunca un ejemplo de ello, o quizá sólo durante un momento y eso por estupidez. El socialismo, por su índole misma, tiene que ser ateísmo, puesto que proclama desde el primer momento que es una institución atea y que trata de organizarse exclusivamente según los principios de la ciencia y la razón. Ahora bien, en la vida de los pueblos, la ciencia y la razón han cumplido un menester tan secundario como auxiliar; y lo seguirán cumpliendo por los siglos de los siglos. Los pueblos se forman y mueven por otro género de fuerza que los conduce y rige, cuyo origen es desconocido e inexplicable. Esa fuerza es la del anhelo infatigable de llegar hasta el fin, al mismo tiempo que niegan que haya un fin. Es el espíritu de la vida, o, como dice la Escritura, «los ríos de agua viva» con cuya posibilidad de secarse nos intimida el Apocalipsis. Es un principio estético, como dicen los filósofos, un principio ético con el cual lo identifican. La «búsqueda de Dios», como yo lo llamo de modo más sencillo. La meta de todo movimiento popular, en cualquier pueblo y momento de su existencia, es únicamente la búsqueda de Dios, de su Dios, del suyo propio, y de la fe en él como único verdadero. Dios es la personalidad sintética de todo un pueblo, considerada desde el principio hasta el fin. Nunca se ha dado el caso de que todos los pueblos, o muchos de ellos, tengan un solo Dios común, sino que siempre ha tenido cada uno el suyo. Cuando los dioses comienzan a ser comunes, ocurre la primera señal de descomposición de la nacionalidad. Cuanto más poderoso es un pueblo, más individual debe ser su dios. No hay pueblo sin religión, es decir, sin noción del bien y del mal. Ahora, cuando entre muchos pueblos surgen nociones comunes del bien y del mal, esos pueblos mueren, y hasta la misma diferencia entre el bien y el mal comienza a desdibujarse y termina desapareciendo. Nunca ha podido la razón definir el bien y el mal, ni distinguir siquiera aproximadamente el bien del mal; al contrario, los ha mezclado de manera vergonzosa y lamentable. La ciencia sin embargo no ha dado sino soluciones basadas en la fuerza bruta. En ello ha descollado en particular la semiciencia, el más terrible azote de la humanidad, peor que cualquier peste, peor que el hambre y la guerra. La semiciencia es un déspota de una fauna jamás vista hasta ahora, un déspota que tiene sus sacerdotes y sus esclavos, un déspota ante quien todos hincan la frente con amor y temor supersticioso inconcebibles hasta ahora, y ante quien tiembla y se rinde vergonzosamente la ciencia misma. Éstas son las mismísimas palabras de usted, Stavrogin, salvo las referentes a la semiciencia. Ésas son mías, porque yo no tengo más que semiciencia y, por lo tanto, le tengo un odio especial. Además, no he cambiado ni una sola de sus palabras y tampoco ni una sola de sus ideas.
”
”